jueves, 25 de octubre de 2018

La comprensión del Destino

Quizá el profesor Ambrosio lo comprendió desde que era un joven estudiante de filosofía. O tal vez en algún perdido libro de su gruesa biblioteca familiar. O cuando leyó alguna línea en algún perdido libro de esos que conservaba su abuela paterna en cajas de madera corredizas debajo de la cama de su tío. Quizá un día se levantó de la cama con esa certidumbre y al poco tiempo entendió que su destino ya estaba marcado. O a lo mejor fue después de aquella vez, en el ya lejano pasado, en que conoció a esa niña de naricita respingada, de pelo rojizo y alborotado, cubierto a veces por una gorra gris que significó mucho para ella. Estilizada, ágil, blanca, de mirada extraviada, perdida, depresiva. A esa muchacha de voz ondulada y graciosa, de rasgos finos, sutiles, cálidos y adornada por una belleza incalculable. A esa chica que vestía casi siempre de negro, protegiendo su piel blanca y delicada, esa piel que siempre emanaba un aroma a frío bosque septentrional. A esa muchachita de ojos apagados cuyo fuego quiso encender y mantener vivo como una braza. Sí, tal vez fue en ese momento, cuando la conoció. Cuando tiempo después advirtió que algo en su interior se comenzó a agitar. Muy probablemente Ambrosio no fue consciente sino hasta mucho tiempo después de eso, cuando pasó ese huracán que se llamaba ella, y dejó los destrozos. Solo fue consciente cuando se despertó una mañana y vislumbró todo alrededor hecho pedazos. O cuando colocó el último ladrillo después de la larga reconstrucción y vio que ya estaba resuelto. Aún cuando las apariencias indicaban que ya parecía verse algo parecido al orden, a lo lejos, en lozanía, podían adivinarse todavía ciertas ruinas que no cesaban de humear. O tal vez nunca lo entendió y siguió su vida como si ya los destrozos no existieran.

Ya no recuerda muy bien que sucedió con ella. Su memoria comienza a apagarse, pues no en vano pasan los años y el devenir de la vida ayuda a forjar un carácter donde esos episodios de antaño se quedan como eso, recuerdos a veces falseados, exagerados o echados en el olvido casi que para siempre.

Ambrosio le escribió un libro de cuentos y una novela a aquella muchachita. Los cuentos lograron cierta notoriedad y le valieron varios premios nacionales e internacionales. Su intención real era llamar su atención, pero no lo logró. La fama, el reconocimiento, los micrófonos y toda esa parafernalia de los escritores vedette, le tenía sin cuidado.

Luego de eso se embarcó con mucha violencia a escribir y a su carrera como profesor de filosofía. 

Tal vez, en una soleada mañana de sábado, en su gran apartamento, en frente del gran ventanal que le daba una vista hermosa de la ciudad, mientras fumaba un cigarrillo, entendió cuál era su destino y con él el de todos los escritores que habían nacido antes que él y los que vendrían después: que la soledad, a veces dolorosa, es la única compañera fiel del artista verdadero, y que el amor, o más bien, el simulacro del amor, no es más que el basamento de su obra venidera.
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