Digamos que se llama Lorena. Es rubia y de piela blanquísima. Por supuesto es guapa, guapísima. Tiene un cuerpo que te mueres, tiene una estampa que si sales a la calle con ella, para el tráfico. Era un orgullo salir con ella cogidos de la mano, en cualquier sitio se nos quedaban viendo. Y ella, oronda y vanidosa, lo sabía, y no disimulaba ese hecho, cada una de esas situaciones era una manotada de sal que condimentaba su ego; y ella convencida. Se cuidaba mucho, usaba todas las cremas disponibles, tenía una piel tersa y suave, de porcelana china, a pesar del embate de los años (no tantos en realidad). Todo en el exterior era dicha, felicidad asegurada, goce.
Pero decir que era tóxica, es un exceso de amabilidad. Tenía sus cosas en la cabeza, sus desajustes, sus emociones en el suelo y una abulia por cambiar la situación. Aunque hacía sus intentos: buscaba ayuda a su manera, preguntaba y consultaba con profesionales, intentaba abandonar sus malos hábitos. Pese a todo ello, el mismo demonio la perseguía y ella sucumbía fácilmente a la locura de sus propuestas sin la menor resistencia.
(Continuará...)