Moscú, noviembre de 1980
EL OSCURO HERMANO GEMELO
Para Enrique Vila-Matas
Extraido de la obra de Sergio Pitol, Los mejores Cuentos de Editorial Anagrama
En el prólogo de Justo Navarro a
El cuaderno rojo de Paul Auster puede leerse: «Escribes la vida, y la vida
parece una vida ya vivida. Y cuanto más te acercas a las cosas para escribirlas
mejor, para traducirlas mejor a tu propia lengua, para entenderlas mejor,
cuanto más te acercas a las cosas, parece que te alejas más de las cosas, más
se te escapan las cosas. Entonces te agarras a lo que tienes más cerca: hablas
de ti mismo conforme te acercas a ti mismo. Ser escritor es convertirse en un
extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo. Escribir
es un caso de impersonation, de suplantación de personalidad: escribir es
hacerse pasar por otro».
Releí hace poco Tonio Kröger, la
novela de juventud de Thomas Mann, que tenía olvidadísima; la consideraba como
una apología de la soledad del escritor, de su necesaria segregación del mundo
para cumplir la tarea a que una voluntad superior lo destinaba: «Se debe morir
para la vida si se pretende ser cabalmente un creador.» Tonio Kröger es un Bildungsroman:
el relato de una formación literaria y de una educación sentimental. Pero el
divorcio entre vida y creación que Kröger plantea forma sólo la fase inicial de
la novela; el resultado de ese aprendizaje privilegia la solución opuesta: la
reconciliación del artista con la vida.
Los románticos abolieron todas
las dicotomías. Vida, destino, luz, sombra, sueño, vigilia, cuerpo y escritura
significaron para ellos sólo fragmentos de un universo difuso, impreciso, pero,
a fin de cuentas, indivisible. La exaltación del cuerpo y el incendio del
espíritu fueron sus mayores afanes. El poeta romántico se concibió como su
propio espacio de observación y campo de batalla. Mann recogió en aquel relato
de 1903 uno de los ideales de la época: concebir la ética como una estética,
alejar por entero al espíritu de toda vulgaridad terrenal. El simbolismo es una
rama tardía del romanticismo, por lo menos de una de sus tendencias. Tonio
Kröger es un escritor de extracción burguesa; lo enorgullece vivir
exclusivamente para el espíritu, lo que significa un rechazo del mundo. Cumple
su destino con la mala conciencia de un burgués a quien avergüenza la
mediocridad de su medio. Por eso su ascesis se realiza con un rigor casi
inhumano. Al final de la novela, después de algunas experiencias que lo ponen
en relación con la vida, Kröger le revela a su confidente, una pintora rusa, la
conclusión a la que llega: «Vosotros los artistas me llamáis un burgués,
mientras los burgueses cuando me encuentran sienten la tentación de arrestarme.
No sé cuál de ambas actitudes me ofende más. Los burgueses son tontos, lo
admito; pero vosotros, los adoradores de la estética, que me tildáis de
flemático y desprovisto de sentimientos y recuerdos, deberíais reflexionar un
poco sobre la posibilidad de que exista una manera de ser artista tan profunda,
tan fatalmente congénita, que ningún anhelo ni recuerdo le podría parecer más
dulce y más digno de ambicionarse que las delicias de la Vulgaridad. Admiro a
los orgullosos y a los gélidos que se aventuran en las sendas de la etérea
belleza y menosprecian al “hombre”, pero no los envidio. Pues si algo es capaz
de transformar a un mero literato en un poeta es este amor mío a todo lo
humano, lo vivo y lo cotidiano. Todo calor, toda bondad, toda fuerza nace de este
amor a lo humano». Hasta aquí Tonio Kröger, escritor alemán.
Si mi recuerdo de la novela se
confundía con la imagen de una reclusión total del escritor, su aislamiento, se
debe en buena parte a que una de sus frases, «se debe morir para la vida si se
pretende ser cabalmente un creador», ha sido citada mil veces para ejemplificar
la decisión del escritor a no comprometerse más que consigo mismo.
Aunque tal actitud termine por
ser desechada por Tonio Kröger no deja de ser sorprendente encontrar un eco
suyo en las reflexiones de vejez del propio Mann. Sus páginas autobiográficas
muestran el asombro ante su popularidad; la calidez con que se ve tratado por
familiares, amigos y aun por extraños le parece no avenirse con la reclusión
que le ha sido necesaria para cumplir su tarea. La reacción del viejo Mann
resulta mucho más convincente que la confesión final de Kröger donde el amor a
lo humano reviste un tono declamatorio y programático que no llega a tocar el
fondo de la compleja relación entre escritura y vida. «Te alejas de ti mismo
cuando te acercas a ti mismo... —dice Navarro—. Escribir es hacerse pasar por
otro». No concibo a un novelista que no utilice elementos de su experiencia
personal, una visión, un recuerdo proveniente de la infancia o del pasado inmediato,
un tono de voz capturado en alguna reunión, un gesto furtivo vislumbrado al
azar para luego incorporarlos a uno o a varios personajes. El narrador hurga
más y más en su vida a medida que su novela avanza. No se trata de un ejercicio
meramente autobiográfico: novelar a secas la propia vida resulta, en la mayoría
de los casos, una vulgaridad, una carencia de imaginación. Se trata de otro
asunto: un observar sin tregua los propios reflejos para poder realizar una
prótesis múltiple en el interior del relato.
Haga lo que haga, el novelista
seguirá escribiendo su novela. No importa que otros trabajos no literarios le
carcoman el tiempo. Se concentrará en su relato y lo hará avanzar en una que
otra hora libre, durante los fines de semana, o las vacaciones, pero, aunque ni
él mismo lo advierta, estará en todo momento implicado secretamente en su
novela, inserto en alguno de sus pliegues, perdido en sus palabras, empujado
por «la urgencia de la ficción misma, que siempre tiene un peso no desdeñable»,
para emplear una expresión de Antonio Tabucchi.
Puedo imaginarme a un diplomático
que fuese también un novelista. Lo situaría en Praga, una ciudad maravillosa,
ya se sabe. Acaba de pasar unas vacaciones largas en Madeira y asiste a una
cena en la Embajada de Portugal. La mesa es de una elegancia perfecta. A la
derecha del escritor se sienta una anciana dama, la esposa del embajador de un
país escandinavo, a su izquierda, la esposa de un funcionario de la Embajada de
Albania. El tono de la embajadora es autoritario y decidido; habla para ser
escuchada en todo el sector de la mesa que queda a su alcance. El escritor
comenta que le ha ganado dos meses al invierno, que recién llega de Madeira.
Pero apenas ha empezado a hablar cuando ella le arrebata la palabra para decir
que los mejores años de su juventud los pasó precisamente allí, en Funchal.
Comenzó el discurso no por los jardines de la ciudad, ni la belleza de las
montañas, el paisaje marítimo, la bondad del clima, o las virtudes y defectos
de sus pobladores, sino por la hotelería. Afirmó que el turismo en Madeira fue
siempre muy exclusivo y como ejemplo de distinción comentó que en el Reads
servían el té con unos bocadillos de pan oscuro con una capa de mantequilla y
rebanadas de pepino, como era lo verdaderamente chic en el siglo pasado; habló
largamente de su estancia en aquellos parajes donde vivió durante la guerra;
dijo que su padre había sido siempre un hombre previsor, de manera que cuando
el conflicto pareció inevitable decidió trasladarse con su familia a Portugal,
primero a Lisboa y después a Madeira, donde se instalaron en firme.
—Así fue —siguió—, tan
excesivamente previsor que pasamos cinco años fuera de casa sin que nuestro
país se decidiera nunca a declarar la guerra. Madeira parecía quedar fuera del
mundo; la correspondencia y los periódicos se recibían con tanto retraso que
cuando llegaban las noticias ya eran viejas y una no podía afligirse demasiado.
Nos instalamos en Funchal, lo que ni siquiera vale la pena mencionar, ¿en qué
otra parte de la isla hubiéramos podido hacerlo? —Los invitados a su alrededor
comían y asentían; sólo les estaba permitido intercalar de cuando en cuando
algún comentario de asombro o de asentimiento, en todo caso alguna pregunta
fugaz que le diera pie a la mujer para continuar el monólogo. Habló del paseo
que hizo una vez acompañada por su madre para saludar a unos compatriotas que
pasaban momentos poco felices. Vestía esa tarde un vestido de Molyneux
absolutamente maravilloso, de chifón de seda, una combinación de flores lila sobre
fondo ocre, una falda plisada, que había necesitado metros y metros de tela
para su confección. Esa tarde conoció a quien sería su futuro marido, e hizo un
gesto vago hacia el otro extremo de la mesa, donde estaba el embajador, sumido
en un silencio sombrío. Por un momento el escritor se quedó perplejo; algo en
el rostro de aquel hombre se había transformado durante las vacaciones—.
Atravesamos Funchal hasta llegar a un palacete muy venido a menos, en las
afueras, en cuya terraza dos jóvenes vendados y enyesados casi de la cabeza a
los pies yacían tendidos en unas tumbonas respirando el aire del mar; ambos
convalecían de un accidente. Vivían allí con sus padres, una hermana y una
enfermera inglesa de planta, que los atendía. Pertenecían a una familia muy
antigua de mi país, sí, gente de lo mejor, con un gran capital depositado en
bancos de distintos países, aunque nadie hubiera pensado eso al verlos; era una
casa con pocos muebles, todos de una fealdad escalofriante; el jardín se había
enmarañado y en las partes no invadidas por la maleza se veían fosos enormes,
como cráteres de volcán.
La atención de los comensales se
fue diluyendo. Al advertir las señales de desbandada la anciana levantó aún más
la voz y lanzó miradas de reprobación a los desertores, pero fue derrotada; las
conversaciones en grupos pequeños o en parejas se habían esparcido. Resignada,
se dirigió ya exclusivamente a él, insinuándole que debía considerar un
privilegio oír esas intimidades y las memorias de un lugar que ella consideraba
como coto vedado a los extraños.
—Me acerqué a las tumbonas donde
reposaban los jóvenes —prosiguió— y uno de ellos, Arthur, levantó con rapidez
el brazo parcialmente enyesado y con la mano libre se asió de mi gran hebilla
de porcelana color ladrillo y me atrajo hacia él; gemía y jadeaba, el dolor del
esfuerzo debía de ser tremendo. «Un súbito rapto de pasión amorosa», comentó
más tarde mi madre, que era muy sagaz. Puede que lo haya sido, pero yo pienso
que esa pobre y maltrecha criatura se había alegrado de ver frente a él a una
mujercita impecablemente vestida, envuelta en telas de hermosos colores, ya que
ante sus ojos siempre tenía a su madre y a su hermana, la enfermera no cuenta,
quienes se presentaban allí y en todas partes vestidas como presidiarias, y, eso,
se lo puedo decir, era casi un delito en Funchal, cuya elegancia rivalizaba con
la del propio Estoril. ¡Qué salones, qué terrazas, qué maravillosos
gardenparties! Mi mayor entretenimiento en las fiestas era adivinar las firmas.
¿Por quién viene vestida la princesa Ratibor?, ¡por Schiaparelli!, ¿y la
sobrina del general Sikorski?, ¡por Grès!, y eso la convertía en una escultura
griega. ¿Y la riquísima Mrs. Sasseson? ¡Nada menos que por Lelong! ¡Sí, señor,
por el propio Lucien Lelong! Mi madre y yo nos dedicábamos a detectar en esas
fiestas cuál era un Balmain, un Patou, o un Lanvin auténticos, y cuáles las
copias confeccionadas por las prodigiosas costureras de la isla. Se vivían
momentos de esplendor. Era necesario tener el Gotha al alcance de la mano para
no correr altos riesgos; con los títulos centroeuropeos y los balcánicos una
podía desbarrancarse a cada paso. De las muchas heridas de Arthur la única
verdaderamente grave era la de la rodilla; la tenía hecha trizas debido a una
explosión de dinamita. Por eso el pobre aún ahora camina como camina y no a
causa de una ciática como a él le gustaría hacer creer, menos aún por ataques
de gota como ha propagado la doctora finlandesa. Sí, Arthur se enamoró de mi
hebilla, le encantaba el color; me pidió que la llevara puesta con cualquiera
de mis vestidos. Le parecerá poca modestia de mi parte, pero la hebilla de mi
cinto lo hizo volver a caminar; comenzó a levantarse; claro, se caía casi
siempre, aullaba de dolor; le gritábamos entre aplausos que nada se podía
aprender sin sufrimiento. Y ya lo ve, ¡como un potrillo! De no ser por mí tal
vez seguiría aún postrado en su tumbona.
En ese momento alguien
interrumpió a la narradora, lo que el novelista aprovechó para atender a la
señora que silenciosamente comía a su izquierda. Ella le sonrió ampliamente y
le volvió a decir lo mismo que al inicio de la cena, es decir señaló su plato y
dijo: «Is good.» Que sólo dos palabras conformaran una conversación lo hacía
inexpresablemente feliz, porque era sordo del oído izquierdo y la conversación
por ese costado le resultaba por lo general una tortura; a menudo se producían
malentendidos, sus respuestas no coincidían con las preguntas; en fin, una
verdadera lata.
La admiradora de Madeira volvió a
exigir su atención, y él para extraer el monólogo del mundo extenuante de la
moda, preguntó si aquel par de jóvenes habían sido heridos en una acción de
guerra. La mujer lo miró con dureza, con altanería, y al fin respondió que la
doctora finlandesa, no la actual sino la anterior, había difundido
maliciosamente la versión de que Arthur y sus hermanos habían hecho estallar la
dinamita para no cumplir con sus obligaciones militares, lo que era una
calumnia y una tontería; ninguno de ellos temía el reclutamiento por la
sencilla razón de que su país era neutral. Habían transportado la dinamita en
un pequeño barco para hacer desaparecer un islote que arruinaba la visión que
tenían desde su casa. El hermano mayor murió, el otro quedó paralítico de por
vida, y Arthur, el menor, sobrevivió a duras penas. Soñaba con dedicarse a
organizar y dirigir safaris en el África central. Al reponerse, contra lo que
todo el mundo pudiera esperar, se dedicó al estudio, y más tarde se incorporó
al Servicio Exterior.
Estaban ya en los postres; la
señora albanesa le tocó levemente un brazo, señaló su plato y le dijo: «Is
good», y luego, explayándose por primera vez en la noche, añadió: «Is very many
pigs», o algo que sonaba por el estilo, y se echó a reír de manera deliciosa.
La embajadora nórdica pareció agraviada, no deseaba perder su preeminencia, así
que hizo un comentario sobre los postres de Madeira, especialmente los del
Reads y los del Savoy, pero el escritor, contagiado por la gratuidad del humor
de la albanesa, interrumpió de pronto a la embajadora con un comentario sobre
Conrad, sus viajes y sus escalas, y dijo que le habría gustado saber de qué
hablaría cuando tenía que conversar con las damas del sudeste asiático.
—¿Quién?
—Joseph Conrad. Me imagino que
algunas veces recibiría invitaciones; que no se pasaría la vida hablando con
comerciantes y marinos, sino que conversaría también con las esposas, las
hijas, las hermanas de los funcionarios ingleses, de los agentes navieros. ¿De
qué cree usted que hablaría con ellas?
La mujer debió pensar que su
sordera lo había hecho perderse, y que era necesario auxiliarlo:
—Las señoras portuguesas se
vestían con distinción extraordinaria, algunas con Balenciaga, pero su
conversación no siempre lograba estar a la altura de sus atavíos; a mí me
resultaban poco interesantes, además eran increíblemente tacañas. Exigían una
labor pronta e impecable, pero para el pago eran una calamidad. Bueno, todas,
no sólo las portuguesas, eran unas ratas nefastas —exclamó con súbita
amargura—. La guerra era un pretexto para ejercer su avaricia. Querían ser
reinas, casi lo eran; princesas, condesas, esposas de banqueros, en el exilio,
sí, pero con sus fortunas a salvo; todas, sin excepción, eran incapaces de
apreciar el trabajo que cimentaba su elegancia. Eran capaces de perder una
mañana en regatearle a una modista los pocos escudos necesarios para
sobrevivir. Sí, embajador, no me retracto, todas ellas eran unas ratas
nefastas.
Los anfitriones se pusieron de pie; los veintidós invitados hicieron lo mismo y se desplazaron lentamente hacia el salón a tomar café y licores y fumar a sus anchas. El escritor se acercó, no sin cierta morbosidad, al marido de la mujer a quien había escuchado durante toda la cena, un anciano que parecía hecho de nudos mal colocados sobre los huesos, un rostro compuesto de fosas y prominencias arbitrariamente colocadas, un ojo postizo de porcelana capaz de alterar al interlocutor más flemático, y una pierna carente de movimiento. Se expresaba con una vehemencia semejante a la de su mujer ante dos funcionarios de la Embajada portuguesa, quienes lo oían con resignación, sobre los preparativos para la próxima cacería de jabalíes salvajes que tendría lugar en los Tatras, a la que sólo asistirían seis o siete cazadores muy expertos. Advirtió que por primera vez lo veía con ese ojo falso; siempre lo había tenido cubierto con un parche negro. Al escritor le sorprendió que aquel viejo decrépito, tuerto y casi paralítico aguardara con tan absurdo entusiasmo aquel acontecimiento. Tan pronto como pudo lo interrumpió para comentarle que acababa de pasar sus vacaciones en Madeira, y que había aprovechado ese tiempo para descansar y leer y no se atrevió a añadir «escribir» porque la mirada aporcelanada del ojo falso y el brillo de perplejidad que surgió del otro, el verdadero, se transformó al instante en un horror sombrío que rozaba casi la demencia. Los empleados de la Embajada aprovecharon la ocasión para escurrirse e ir a atender a algún otro huésped solitario.
El viejo se repuso; le preguntó
con desdén, como si no hubiera escuchado sus palabras, si se había decidido a
participar en la caza del jabalí, si ya había aceitado su viejo rifle y cortado
sus cartuchos, pero, igual que su mujer, no esperó la respuesta y añadió entre
gruñidos que saldrían de Bratislava el viernes de la semana siguiente a las
cuatro y media de la mañana, y que la cacería duraría dos días. El escritor
intentó añadir que asistía sólo a la caza del faisán, más que nada por la
parafernalia de que se acompañaba: las fogatas en la nieve, la música de caza,
los cornos, la cena en el castillo. El viejo lo volvió a espantar al fijar en
él la atroz frialdad del ojo postizo y la furia demencial del otro, y cuando
esperaba ser tildado de decadente, o de «artístico», se quedó sorprendido de
oír al anciano hablar con voz ahogada, casi ininteligible, que también él había
estado una vez en aquel infierno, que recordaba con horror aquella isla
abominable, aunque el verbo «recordar» no era quizás el adecuado, pues a aquel
lugar de desolación nunca lo recordaba, a menos que algún imprudente tuviera el
mal tino de mencionárselo, lo que, por otra parte, muy pocas veces sucedía. Era
entonces muy joven, muy cándido, un muchacho aún en yema, podía decirse; no
sabía defenderse, ni tenía posibilidades físicas de hacerlo, cuando una jauría
de lobas hambrientas, de lobas que eran hienas y eran buitres, le cayeron
encima, lo golpearon con cintos y correas, lo tiraron al suelo, lo mordieron,
abusaron de él, de su pureza. Terminó esa oscura confidencia con un gemido, y
luego, sin despedirse, se dirigió a saltos hacia un grupo de invitados para
seguramente recordarles que la caza del jabalí salvaje tendría lugar la semana
próxima en Eslovaquia; de pronto, dio la vuelta con actitud marcial, rehízo sus
pasos y se volvió a enfrentar con él, como si la conversación no hubiera
concluido.
—No crea —dijo, con acentuada
expresión de mal humor que no advertí esta noche la locuacidad anormal de mi
mujer en la mesa. No dejaba hablar a nadie, ¿no es cierto? Uno jamás termina de
entender a las mujeres, pasan días enteros en la mudez más lóbrega, y luego, en
el momento menos pensado, se transforman en urracas. ¿Qué la tenía tan
excitada?
El escritor comentó que había
sido una conversación muy instructiva; que en un medio tan estrecho como el
diplomático, donde las mujeres por lo general solían hablar de fruslerías, era
refrescante encontrar a una señora que pudiera discurrir sobre temas tan
interesantes.
—¿Qué temas? —preguntó, como si
realizara un interrogatorio policiaco—. ¡Responda de inmediato! ¿A qué temas se
refiere? ¿Su vida en Madeira?
—Su mujer se divertía en imaginar
cuáles podían haber sido las conversaciones de Conrad con las mujeres europeas,
las inglesas sobre todo, en los puertos malayos. Especulaba sobre cómo
describiría Conrad el vestuario de aquellas sufridas señoras coloniales.
—¿Qué dice usted, de qué, de
quién hablaba? —Era evidente que la respuesta lo había desconcertado.
—Del gran Joseph Conrad, el
novelista preferido de su esposa.
El viejo hizo con la mano un
gesto violento, que se podía interpretar como «¡váyase usted al carajo!», y se
retiró dando saltos como un grillo gigantesco.
Ya en casa, el escritor recordó
el monólogo de aquella mujer sobre su juventud elegante en Madeira y los
posteriores comentarios del marido. Le parecía haber escuchado dos versiones de una misma situación altamente dramática sin haber entendido gran cosa de ella, ni siquiera en qué consistía el drama. Y era ése, precisamente, el elemento excitante para crear una trama, para comenzar a inventarla. Los enigmas eran varios: una explosión de dinamita que tiene lugar en un barco, la absurda explicación de querer volar un arrecife para mejorar la vista de una casa en donde nadie se interesaba por la estética, la relación de la pareja, la hebilla, los cintos, la frialdad de la mujer en esa parte del relato y, en cambio, la emoción casi enloquecida con que describía chifones y sedas y brocados. Unos días más tarde, comentó con algunos colegas la extrañeza que le había producido el trato con la pareja. Se enteró de que la anterior doctora finlandesa comentó alguna vez que la embajadora había sido sastra en su juventud, una mujer a quien le bastaba ver la fotografía de un vestido para reproducirlo. Trata de inventar una historia; el ojo de porcelana lo martiriza; comienza a imaginar escenas y hasta a ponerles diálogos; la ambición de la sastra, espoleada por una madre voraz, de atrapar al muchacho doliente, heredero de una gran fortuna. Imagina a la joven y a su madre, invitadas de tercera clase, en algunas reuniones admirando los vestidos salidos de los grandes talleres de París, y también los que ellas habían cortado y cosido con sus propias manos. Cada vez que descubrían uno de los suyos cambiarían miradas de complicidad y júbilo.
posteriores comentarios del marido. Le parecía haber escuchado dos versiones de una misma situación altamente dramática sin haber entendido gran cosa de ella, ni siquiera en qué consistía el drama. Y era ése, precisamente, el elemento excitante para crear una trama, para comenzar a inventarla. Los enigmas eran varios: una explosión de dinamita que tiene lugar en un barco, la absurda explicación de querer volar un arrecife para mejorar la vista de una casa en donde nadie se interesaba por la estética, la relación de la pareja, la hebilla, los cintos, la frialdad de la mujer en esa parte del relato y, en cambio, la emoción casi enloquecida con que describía chifones y sedas y brocados. Unos días más tarde, comentó con algunos colegas la extrañeza que le había producido el trato con la pareja. Se enteró de que la anterior doctora finlandesa comentó alguna vez que la embajadora había sido sastra en su juventud, una mujer a quien le bastaba ver la fotografía de un vestido para reproducirlo. Trata de inventar una historia; el ojo de porcelana lo martiriza; comienza a imaginar escenas y hasta a ponerles diálogos; la ambición de la sastra, espoleada por una madre voraz, de atrapar al muchacho doliente, heredero de una gran fortuna. Imagina a la joven y a su madre, invitadas de tercera clase, en algunas reuniones admirando los vestidos salidos de los grandes talleres de París, y también los que ellas habían cortado y cosido con sus propias manos. Cada vez que descubrían uno de los suyos cambiarían miradas de complicidad y júbilo.
Un escritor a menudo oye hablar
sin escuchar una palabra; otras voces lo tienen atrapado. La voz de una persona
real desaparece o se convierte en mera música de fondo. A veces unas cuantas
palabras lo remiten a tal o cual personaje imaginario. Otras, ¡y allí está lo
sorprendente!, ni siquiera el escritor sabe que las voces que trata de
incorporar a un personaje, o a una trama, no están destinadas a ese relato, que
bajo esa trama existe agazapada otra, que lo aguarda.
Llega el día en que se sienta a
trabajar. No ha logrado resolver el enigma de la dinamita, busca la relación de
ese explosivo con los cráteres que hay en el jardín de la casa en Funchal.
Sorpresivamente, de la nada, le ha surgido un nuevo personaje, una joven
teósofa que se suma a la sastra y a su madre en las visitas diarias al
convaleciente. Hay veces que sólo las dos jóvenes hacen la visita. Otras, en
que la teósofa llega hasta el herido a escondidas de su amiga. El hallazgo de
la joven teósofa equivale al descubrimiento de una mina de oro. La ve, la oye,
intuye sus reflejos. El cuerpo es muy pequeño y la cabeza más grande de lo
debido, aunque de ninguna manera es un monstruo; físicamente, al menos, no lo
es. Hay en ella, eso sí, algo que espanta: su rigidez, la dureza de la mirada,
el gesto adusto. De cada uno de sus poros parece exhalar un fluido de desprecio
al mundo. El narrador ve avanzar por el camino que lleva al palacete donde yace
el herido a dos jóvenes de aspecto marcadamente disparejo, una es rubia, alta,
un poco desgarbada, muy vestida; la otra, la teósofa, va de blusa y falda de
corte casi militar, y en ese momento le aconseja con ferocidad a la sastra una
nueva maldad que practicar con el enfermo. Quien las viera pensaría en un
avestruz y un jabalí cruzando, sin advertir —tan concentradas van—, la belleza
de un soberbio jardín.
Al emprender, al fin, el novelista
su relato, Funchal y sus alrededores, Madeira entera y sus personajes
desaparecen por entero. Sólo sobrevive el nuevo hallazgo, la teósofa. Hela ahí:
sentada en un restaurante situado en el portal del Hotel Zevallos, sí, frente
al zócalo de Córdoba, Veracruz. Un mundo distante. Ella se mueve con mayor
naturalidad que en las floridas avenidas de Funchal, lo que no quiere decir que
se haya vuelto agradable ni tersa ni relajada, nada de eso. El mundo se le
revela al escritor en ese momento. Ha comenzado a traducirse a sí mismo.
«Escribir es un caso de impersonation, de suplantación de personalidad:
escribir es hacerse pasar por otro». En ese momento él es ya ese otro. En el
trasplante de locación la joven mantiene sus características físicas y, además,
sigue siendo teósofa. Ha vuelto a su ciudad natal después de veinte años de
vivir con su madre y su hermana en Los Ángeles, California, donde las tres
habían leído afiebradamente a Annie Besant, a Krishnamurti y, sobre todo, a
Madame Blavatski. A la muerte de su madre, viaja a Córdoba, de donde salió a
los seis o siete años, con el fin de reclamar una herencia. Se hospeda en casa
de amigos de su familia, parientes lejanos tal vez. Todos la conocen con el
mote de «Chiquitita» pues así acostumbraban llamarla de niña, lo que la carga
de una espesa cólera que no se atreve a manifestar. Sus recursos son mínimos,
por eso no abandona a la familia que la ha acogido; todos los días anota en una
agenda sus insignificantes gastos. Se ha prohibido cualquier fantasía. Un abogado,
amigo de su madre, le aconseja ponerse en contacto con algún miembro de la
parte contraria, con su tío Antonio, por ejemplo, que es uno de los más
tratables. El mismo abogado se encarga de concertar la entrevista. Chiquitita
sigue sus instrucciones y se reúne un día a comer con su tío en el portal del
Zevallos. Él la trata campechanamente, como si entre ambos las relaciones
fueran óptimas. «¡Vaya monada de sobrina que me ha caído!», dice al saludarla,
y añade: «¡Hay que verla en persona, caramba, eso digo, una verdadera monada!».
Pero la joven en ningún momento baja la guardia; durante toda la comida se
mantiene adusta y fruncida. Es el puerco espín de siempre. Le repugna ver al
hombre beber vaso tras vaso de cerveza durante la comida. Lo reprende con
cierta severidad, con comentarios sobre la incompatibilidad entre embriaguez y
cuestiones legales. El tío ríe feliz y le dice ricura, changuita y cucarachita.
Al final, a los postres el pariente accede a tratar el asunto para el que se
han reunido. Insiste en que no ve la necesidad de llegar a tribunales; el caso
debe resolverse amistosamente, como todas las cosas de familia; que es
necesario, eso sí, que ellas comiencen a entender que de los bienes en litigio
nada les corresponde, que antes de marcharse de Córdoba su madre fue
debidamente recompensada, que en vida gozó de una mensualidad, y está a punto
de añadir que, a pesar de todo, la familia ha considerado pasarles una cantidad
cuyo monto se definiría al firmar ellas su renuncia a cualquier pretensión,
pero no logra decirlo porque Chiquitita se le ha adelantado y lo apabulla con
una retahíla de adjetivos desconcertantes y un tono tan sarcástico y petulante
que el bruto se encoleriza y responde con una grosería que la espanta. Oye
decir a gritos, para que todos los parroquianos pudieran enterarse, que si
alguien recuerda a su madre en Córdoba es tan sólo por sus puterías, que él
personalmente se encargaría de que ella y su hermana no vieran un centavo, que
probaría que ambas podían ser hijas de cualquiera menos de su hermano, marido
de su madre sólo de nombre, y que por lo mismo nada de la herencia les
corresponde. Luego añade con sorna que lo mejor que puede hacer es buscar un
marido, o su equivalente, para que le rasque la barriga y la mantenga. De golpe,
el hombre bestial se levanta y sale del restaurante. Chiquitita permanece en su
mesa anonadada, no tanto por la violencia con que ha sido tratada, ni por las
alusiones a las liviandades de su madre, ni siquiera por descubrir que
recuperar la porción de los bienes que le corresponde va a ser más, ¡mucho
más!, difícil de lo que imaginaba, ni por el escándalo provocado, sino por la
mera imposibilidad de pagar el consumo. Transida por la ira, a punto de
saltársele las lágrimas, le pregunta al mesero si le acepta el reloj que pende
de su cuello sólo por media hora, el tiempo necesario para ir a su alojamiento
y recoger el dinero para cubrir la cuenta.
El novelista piensa en los siguientes movimientos de su heroína, comienza a estilizar mentalmente el lenguaje, supone que terminará ese relato en unos cuantos días para volver a la trama abandonada en Madeira, a sus personajes, a la sastra (ya despojada de su amiga teósofa), a la explosión de dinamita, a los ejercicios del joven herido para recuperar los movimientos, a sus caídas, a las crueles disciplinas a que era sometido, sin poder imaginar que los triunfos y tribulaciones de Chiquitita durante su estancia en Córdoba no terminarían tan pronto, que la historia recién iniciada se iba a transformar en una novela con la que debería convivir durante varios años y donde acaso aparecerían un joven ganadero de Tierra Blanca, Veracruz, quien por hacer uso indebido de la dinamita quedó tuerto y paralítico, y una astuta costurera del lugar decidida a apoderarse de él y de sus bienes. Con el tiempo, el novelista llegará a olvidar que esa historia surgió de una cena en la Embajada portuguesa de Praga. Y si alguna vez ese acto social lograra penetrar en su memoria sólo recordaría vagamente a una embajadora, pensaría que francesa por haberse desbocado en un monólogo interminable sobre la alta costura de París y sus más célebres nombres. En fin, consideraría aquel incidente como uno de tantos momentos de la rutina diplomática donde se tenían que oír descripciones exasperantemente minuciosas de lugares y situaciones para olvidarlas un instante después, y jamás lo relacionaría con la aparición de Chiquitita, sus percances en Córdoba y su denodada lucha para vencer, haciendo uso de recursos humanos, de tretas inauditas y de ayudas astrales, a sus parientes enemigos hasta recuperar la parte de la herencia que le pertenecía y también una porción de la que no le correspondía. Un novelista se sorprende ante la repentina aparición de un personaje no invitado, confunde a menudo las fuentes, la migración de los personajes, la transmutación de los karmas, para citar a Chiquitita y también a Thomas Mann que mucho entendía de esas sorpresas.
La última novela de José Donoso,
Donde van a morir los elefantes, lleva un epígrafe de William Faulkner que
ilumina la relación de un novelista con su obra en proceso: A novel is a
writer’s secret life, the dark twin of a man (Una novela es la vida secreta de
un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre). Un novelista es alguien
que oye voces a través de las voces. Se mete en la cama y de pronto esas voces
lo obligan a levantarse, a buscar una hoja de papel y escribir tres o cuatro
líneas, o tan sólo un par de adjetivos o el nombre de una planta. Esas
características, y unas cuantas más, hacen que su vida mantenga una notable
semejanza con la de los dementes, lo que para nada lo angustia; agradece, por
el contrario, a las Musas, el haberle transmitido esas voces sin las cuales se
sentiría perdido. Con ellas va trazando el mapa de su vida. Sabe que cuando ya
no pueda hacerlo le llegará la muerte, no la definitiva sino la muerte en vida,
el silencio, la hibernación, la parálisis, lo que es infinitamente peor.
Texto extraido de la obra "Los Mejores Cuentos", compilación de cuentos del autor mexicano Sergio Pitol, del capítulo "El Oscuro Hermano Gemelo".
Preludio al Paraiso ruega encarecidamente comprar la obra del autor directamente en una libreria. Si quieres echarle un vistazo hazlo clickando en el siguiente link: Los Mejores Cuentos.
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