Ambrosio meditaba frente a su gabinete atiborrado de libros. Pensaba en sus días de inexperto joven, allá en el lejano inicio de la treintena, cuando era débil y dubitativo, en sus decisiones, y en general en casi todo lo que pensaba y hacía. Recordaba con cierta nostalgia a aquella chica que hizo brotar gotas de esperanza a su corazón pero que finalmente terminó en lo mismo, en nada. Falló en la guerra del corazón, eso es verdad, pero aún le quedaban sus libros y su fortuna, apostillada secretamente en sus generosas cuentas bancarias y en una frugal vida de asceta solitario que espantaba las sospechas de eventuales aves de rapiña de atractivos tacones negros. Ya había llegado la edad de la resignación así que ya no sentía dolor por eso, ni se lamentaba de nada, ni añoraba nuevas esperanzas. Ese impase vital le había permitido estudiar, viajar a Alemania y leer prácticamente toda la filosofía de su tiempo, que fue lo que siempre quiso hacer. Luego se hizo profesor y así iba pasando sus días bajo la suave comodidad de los claustros donde se impartían sus clases.
Pensaba en aquella chica que brevemente le arrebató su corazón. —¿en dónde estaría en este momento?, ¿qué habrá sido de ella? —pensaba con alguna tristeza.
Recordó las lágrimas vertidas en silencio y en la soledad de su cuarto de esa época, evocando las palabras que ella le dijo aquella mañana remota. Pero ya podía acordarse sin el mismo dolor de aquellos días, sin ese mismo dolor estéril e inútil. Ya hoy el profesor Ambrosio podía decir que había superado todas esas debilidades sentimentales de juventud, que su corazón había sido cuidadosamente resguardado contra futuros embates de esa laya y que sus goznes de hierro habían cerrado sus puertas esta vez para siempre. Fue mejor así, pensaba, pues ello le abrió el paraiso de los libros y las palabras de los antiguos.
Su intención era seguir trabajando en su quinta novela, que estaba pronta a terminar, pero de repente recordó aquella hermosa chica de mechones azules y guitarrista. Quizá la incluiría en su novela, tal vez su recuerdo era un anuncio para describirla allí de algún modo. Aunque no tenía ni idea de cómo sería. Ese recuerdo le vino sin avisar, sin preludios y sin anuncios, cosa que le había incomodado un poco.
Se levantó de su escritorio y apartó la vista del computador para plantarse frente al gran ventanal de su apartamento y encender el décimo cigarrillo de la noche. Desde su quinto piso tenía una vista privilegiada de la ciudad, ciudad a la que antes detestaba y hoy, milagrosamente, mira con cierta reverencia y hasta gusto. Quería apartar de sí ese recuerdo, pues creía superadas muchas cosas de su accidentada juventud y más bien había hecho un trato tácito consigo mismo de no volver a pensar en cosas que le produjeran dolor, ese añejo dolor de hace años que le producía cierto tufillo a frustración.
Y sin embargo no podía evitar la pregunta —¿Dónde estará ella?
Había perdido el contacto hace años. Había sido ella la última gran esperanza por federar su corazón, y desde ese día, desde aquella mañana remota en que le dijo no, había jurado sobre mármol que jamás se enamoraría ni le confesaría a nadie su amor, si es que tal cosa era posible. Era un fatalismo terrible y voluntario que las pocas personas que la sabían a su alrededor, no la comprendían. Pero él sí que la entendía, y con toda razón. Había hecho un pacto de niño que era prácticamente imposible deshacer, y ya ni le interesaba cambiar eso, hace muchos años que eso había sucedido, y sus muchas aventuras intelectuales, librescas y económicas le habían hecho sedar ese sentimiento.
Pero de repente un recuerdo surgía desempolvandose inesperadamente como una reliquia arqueológica muy antigua. Una pequeña mariposa de alas azules se posó de pronto en un ángulo inferior de la ventana. Al fondo la ciudad noctámbula aún en movimiento. El profesor Ambrosio veía a la distancia y entonces dejó escurrir una gruesa lágrima que espantó antes de que recorriera toda su mejilla.