(14 de enero de 1925 – 25 de noviembre de 1970) Nació en Tokio, Japón. Kimitake Hiraoka, mejor conocido como Yukio Mishima, fue un novelista, dramaturgo, actor, director y poeta japonés. Yukio Mishima fue nominado al Premio Nobel de Literatura en tres ocasiones. El escritor japonés llegó a adquirir tanta fama y popularidad que es considerado uno de los autores japoneses más significativos del siglo XX. Escritor prolífico, produjo varias obras sólo por el lucro. Su catálogo creativo incluye una película, un libreto, dieciocho guiones, veinte libros de ensayos, veinte libros de ficción y cuarenta novelas. Su obra más significativa combina estilos modernos literarios con elementos tradicionales japoneses, donde la sexualidad y moralidad son temas constantes. Mishima ganó el Premio Shincho, el Premio Kishida por Drama, el Premio Yomiuri a la mejor novela, y el Premio Yomiuri por el mejor drama.
El sacerdote y su amor
De acuerdo con La esencia de la Salvación, de Eshin, los Diez Placeres no son nada más que una gota de agua en el océano comparados con los goces de la Tierra Pura. El suelo es, allí, de esmeralda y los caminos que la cruzan, de cordones de oro. No hay fronteras y su superficie es plana. Cincuenta mil millones de salones y torres trabajadas en oro, plata, cristal y coral se levantan en cada uno de los Precintos sagrados. Hay maravillosos ropajes diseminados sobre enjoyadas margaritas. Dentro de los salones y sobre las torres una multitud de ángeles tocan eternamente música sagrada y entonan himnos de alabanza al Tathagata Buda. Existen grandes estanques de oro y esmeralda en los jardines para que los fieles realicen sus abluciones. Los estanques de oro están rodeados de arena de plata y los de esmeralda, de arena de cristal. Hay plantas de loto en las fuentes que brillan con mil fuegos cuando el viento acaricia la superficie del agua. Día y noche el aire se colma con el canto de las grullas, gansos, pavos reales, papagayos y Kalavinkas de dulce acento que tienen rostros de mujeres hermosas. Estos y otras miríadas de pájaros cien veces alhajados elevan sus melodiosos cantos en alabanza a Buda. (Aun cuando sus voces resuenen dulcemente, esta inmensa colección de aves debe resultar extremadamente ruidosa).
Las orillas de estanques y ríos están cubiertas de bosquecillos con
preciosos árboles sagrados que poseen troncos de oro, ramas de plata y
flores de coral. Su belleza se refleja en las aguas. El aire está
colmado de cuerdas enjoyadas de las que cuelgan legiones de campanas
preciosas que tañen por siempre la Ley Suprema de Buda, y extraños
instrumentos musicales, que resuenan sin ser pulsados, se extienden en
lontananza por el diáfano cielo.
Una mesa con siete joyas, sobre cuya resplandeciente superficie se
encuentran siete recipientes colmados por los más exquisitos manjares,
aparece frente a aquellos que sienten algún tipo de apetito. No es
necesario llevarse a la boca estas viandas. Basta deleitarse con su
aroma y colores. En tal forma, el estómago se satisface y el cuerpo se
nutre mientras que el sujeto se mantiene espiritual y físicamente puro.
Una vez terminada la merienda, los recipientes y la mesa desaparecen.
De la misma manera, el cuerpo se viste automáticamente sin necesidad de coser, lavar, teñir o zurcir.
Las lámparas tampoco son necesarias, pues el cielo está iluminado por
una luz omnipresente. Además, la Tierra Pura goza de una temperatura
moderada durante todo el año, haciendo innecesario refrescarse o
abrigarse. Cien mil esencias tenues perfuman el aire y pétalos de loto
caen en constante lluvia.
En el capítulo de “El Portal de Inspección” se nos enseña que, visto y
considerando que los no iniciados no pueden adentrarse profundamente en
la Tierra Pura, deben ocuparse en despertar sus poderes de “imaginación
exterior” y, luego, en engrandecerlos continuamente. El poder de la
imaginación permite escapar a las trabas de nuestra vida mundana y
contemplar a Buda. Si estamos dotados de una rica y turbulenta fantasía,
podremos concentrar nuestra atención en una sola flor de loto y, desde
allí, expandirnos hacia infinitos horizontes.
A través de una observación microscópica y de cierta proyección
astronómica, la flor de loto puede convertirse en los cimientos de una
teoría del universo y en el agente por medio del cual nos será posible
percibir la Verdad. En primer lugar, debemos saber que cada pétalo tiene
ochenta y cuatro mil nervaduras, y que cada nervadura posee ochenta y
cuatro mil luces. Más aún, la más pequeña de estas flores tiene un
diámetro de doscientos cincuenta yojana. Presumiendo que el yoyana del
cual hablan las Sagradas Escrituras corresponde a setenta y cinco
millas cada uno, podemos llegar a la conclusión de que una flor de loto
de un diámetro de diecinueve mil millas no es de las más grandes.
Pues bien, esa flor tiene ochenta y cuatro mil pétalos y dentro de
cada uno hay un millón de joyas resplandecientes con mil luces
diferentes. Sobre el cáliz bellamente adornado de la flor se levantan
cuatro alhajados pilares, cada uno de los cuales es cien billones de
veces más grande que el Monte Sumeru, que sobresale en el centro del
universo budista. Grandes tapices cuelgan de sus pilares. Cada uno de
ellos está adornado con cincuenta mil millones de joyas que emiten
ochenta y cuatro mil luces por unidad. Cada luz está compuesta de
ochenta y cuatro mil tonos diferentes de oro.
La concentración en tales imágenes es conocida como “Pensamiento del
asiento de Loto en el que se sienta Buda”, y el mundo que se vislumbra
como fondo de nuestra historia es un mundo imaginado en esa escala.
El sacerdote del Templo de Shiga era un hombre de gran virtud. Sus
cejas eran muy blancas y apenas podía con sus huesos. Recorría el templo
de un lado a otro, apoyado en un bastón.
A los ojos de este sabio asceta el mundo sólo era un montón de
basura. Había vivido retirado durante muchos años y el pequeño retoño de
pino que había plantado con sus propias manos, al mudarse a su celda
actual era ya un gran árbol cuyas ramas se agitaban al viento. Un monje
que había logrado abandonar el Mundo Fluctuante desde tanto tiempo
atrás, debía nutrir gran seguridad respecto a su futuro.
Sonreía, compasivo, frente a nobles poderosos, y reflexionaba acerca
de la imposibilidad que demostraba aquella gente en advertir que los
placeres no eran sino sueños vacíos. Cuando contemplaba a alguna mujer
hermosa, su única reacción era experimentar piedad por los hombres que
aún habitan el mundo de las desilusiones y se sacuden en las olas del
deseo carnal.
Cuando un hombre no responde a las motivaciones que regulan el mundo
material, ese mundo parece sumergirse en un completo reposo. Para los
ojos del Gran Sacerdote, el mundo sólo ofrecía reposo, estaba reducido a
un dibujo, al mapa de cierta tierra extranjera. Cuando se ha alcanzado
el estado de ánimo en el cual las pasiones indignas del mundo han
desaparecido, también se olvida el temor. Es por esta razón que el
Sacerdote no podía explicarse la existencia del Infierno. Sabía, más
allá de toda duda, que el mundo no ejercía ya ningún poder sobre él,
pero como carecía por completo de soberbia no se detenía a pensar que
ello se debía a su enorme virtud.
En cuanto a su cuerpo, podía decirse que ya no tenía casi carne. Al
bañarse se regocijaba viendo cómo sus huesos salientes estaban
precariamente cubiertos por carne marchita. Habiendo su cuerpo alcanzado
ese estado, podía avenirse a él como si perteneciera a otra persona. Un
cuerpo en tales condiciones parecía estar más calificado para ser
nutrido por la Tierra Pura que por alimentos y bebidas terrestres.
Soñaba noche a noche con la Tierra Pura y, al despertar, sólo sabía
que subsistir en este mundo significaba estar atado a una triste
ensoñación evanescente.
Cuando llegaba la época de admirar las flores, gran cantidad de gente
venía de la capital con el objeto de visitar la villa de Shiga. Esto no
molestaba al sacerdote, ya que hacía tiempo que había superado el
estado en el que los ruidos del mundo pueden irritar la mente.
Abandonó su celda, en un atardecer de primavera, y caminó hacia el
lago. Era la hora en que las sombras del crepúsculo avanzan lentamente
sobre la brillante luz de la tarde. Ni el más leve movimiento agitaba la
superficie del agua. El sacerdote se detuvo en la orilla y comenzó a
practicar el sagrado rito de la Contemplación del Agua.
En aquel momento, un carruaje tirado por bueyes, perteneciente a
todas luces a una persona de alto rango, rodeó el lago y se detuvo cerca
del sacerdote. Su dueña, una dama de la Corte del distrito Kyogoku de
la Capital, poseía el alto título de Gran Concubina Imperial. Esta dama
deseaba contemplar el paisaje de Shiga en la recién llegada primavera y,
al regresar, había hecho detener el carruaje. Alzó la cortina para
echar una última mirada al lago.
El Gran Sacerdote miró, casualmente, en esa dirección y, de inmediato
se sintió abrumado por tanta belleza. Sus ojos se encontraron con los
de la mujer y, como no hiciera nada por apartarlos, ella no trató de
ocultarse.
Su liberalidad no era tanta como para permitir que los hombres la
miraran con apasionamiento; pero reflexionó que los motivos de aquel
austero y viejo asceta no podían ser los mismos que los de los hombres
comunes.
La dama bajó la cortina tras algunos minutos. El carruaje echó a
andar y, después de cruzar el Paso de Shiga, se encaminó lentamente por
la ruta que conducía a la Capital. Cayó la noche. Hasta que el carruaje
no fue más que un punto entre los árboles lejanos, el Gran Sacerdote
permaneció como petrificado en el mismo lugar.
En un abrir y cerrar de ojos el mundo se había vengado del sacerdote
con terrible saña. Todo cuanto había creído tan inexpugnable, caía en
ruinas.
Volvió al templo, contempló la imagen de Buda e invocó su Sagrado
Nombre. Pero las sombras opacas de los pensamientos impuros se cernían
sobre él. Se dijo que la belleza de una mujer no era más que una
aparición fugaz, un fenómeno temporario compuesto de carne perecedera.
Sin embargo, aunque intentaba borrarla, la inefable belleza que había
contemplado junto al lago, pesaba ahora sobre su corazón con la fuerza
de algo llegado desde una infinita distancia. El Gran Sacerdote no era
lo suficientemente joven, ni física ni espiritualmente, como para creer
que ese nuevo sentimiento era sólo una trampa que su carne le jugaba. La
carne de un hombre, y lo sabía bien, no se agita tan rápidamente. Antes
bien, tenía la sensación de haber sido sumergido en algún veneno sutil y
poderoso que había alterado su espíritu.
El Gran Sacerdote no había quebrantado nunca su voto de castidad. La
lucha interior librada en su juventud contra el deseo lo había llevado a
considerar a las mujeres sólo como meros seres materiales. La única
carne era la que existía realmente en su imaginación. Considerándola más
como una abstracción ideal que como un hecho físico, confiaba en su
fortaleza espiritual para subyugarla. En ese sentido, el sacerdote había
triunfado. Nadie que lo conociera podría ponerlo en duda.
Pero el rostro de mujer que había levantado la cortina del carruaje
era demasiado armonioso y refulgente como para ser designado como un
mero objeto de la carne. El sacerdote no supo qué nombre darle. Sólo
pudo reflexionar en que, para que tan portentoso hecho se produjera,
algo hasta aquel momento oculto y al acecho en su interior, se había
revelado finalmente. Ese algo no era sino este mundo, que hasta entonces
había permanecido en reposo, y que, súbitamente, emergía de la
oscuridad y comenzaba a agitarse.
Era como si hubiera permanecido, de pie, junto al camino que lleva a
la capital, con las manos firmemente apretadas sobre los oídos, y
hubiera visto cruzar con gran estrépito dos grandes carros tirados por
bueyes. Al destaparse los oídos, bruscamente, el estruendo lo envolvía.
Percibir el flujo y reflujo de fenómenos transitorios, sentir su
fragor rugiente en los oídos, era entrar dentro del círculo de este
mundo. Para un hombre como el Gran Sacerdote, que no había admitido
concesiones en su contacto con el mundo exterior, significaba someterse
nuevamente a un estado de dependencia.
Aun leyendo a los Sutras exhalaba grandes suspiros de angustia.
Pensó, entonces, que la naturaleza servía para distraer su espíritu e
intentó concentrarse en las montañas que, a través de la ventana de su
celda, se destacaban en la distancia contra el cielo nocturno. Pero sus
pensamientos, en vez de concentrarse en la belleza, se desvanecían como
nubes y desaparecían.
Fijaba su mirada en la luna, pero sus pensamientos fluctuaban como
antes, y cuando fue a inclinarse, nuevamente, frente a la Suprema
Imagen, en un desesperado esfuerzo por recobrar la pureza de su mente,
el rostro de Buda se transformó y se convirtió en las facciones de la
dama del carruaje. Su universo había quedado aprisionado dentro de los
límites de un estrecho círculo donde se enfrentaban el Gran Sacerdote y
la Gran Concubina Imperial.
La Gran Concubina Imperial de Kyogoku olvidó rápidamente al viejo
sacerdote que la observara con tanta atención en el lago de Shiga. Sin
embargo, poco tiempo después llegó a sus oídos un rumor que le recordó
el incidente. Uno de los habitantes del villorrio había sorprendido al
Gran Sacerdote mirando cómo se perdía en la distancia el carruaje de la
dama. Se lo había comentado a un caballero de la Corte que admiraba las
flores de Shiga, agregando que, desde aquel día, el Sacerdote se
comportaba como quien ha perdido la razón.
La Concubina Imperial fingió no creer en tales habladurías, pero la
virtud del sacerdote era conocida en toda la capital y el suceso sirvió
para alimentar la vanidad de la dama.
Estaba verdaderamente cansada del amor que recibía de los hombres de
este mundo. La Concubina Imperial tenía clara conciencia de lo hermosa
que era y se inclinaba hacia otras disciplinas, como la religión, que
trataran a su belleza y a su alto rango como cosas desprovistas de
valor. El mundo la aburría soberanamente y, por ende, creía también en
la Tierra Pura. Era inevitable que el Budismo Jodo, que rechazaba toda
la belleza y el brillo del mundo visible como si fuera corrupción y
contaminación, tuviera un atractivo especial para quien, como la
Concubina Imperial, estaba tan desilusionada de la elegante
superficialidad de la vida cortesana. Elegancia que, por otra parte,
parecía anunciar inequívocamente los Últimos Días de la Ley y su
degeneración.
Entre aquellos que consideraban al amor como su principal
preocupación, la Concubina Imperial ocupaba un alto puesto como la
personificación misma del refinamiento. El hecho de que jamás hubiera
brindado su amor a hombre alguno no hacía sino acrecentar su fama. Aun
cuando cumplía sus deberes para con el Emperador con el más absoluto
decoro, nadie creía, ni por un momento, que estuviera enamorada de él.
La Gran Concubina Imperial soñaba con una pasión al borde de lo
imposible.
El Gran Sacerdote del Templo de Shiga era famoso por su virtud y
todos en la Capital sabían hasta qué punto este anciano prelado había
hecho abandono del mundo. Tanto más sorprendente era, entonces, el rumor
de que había sido prendado por los encantos de la Concubina Imperial, y
que, por ella, había sacrificado la vida eterna. Rehusar los goces de
la Tierra Pura que estaban casi al alcance de su mano, equivalía al
mayor sacrificio y a la más importante ofrenda.
La Gran Concubina Imperial se mostraba totalmente indiferente a los
encantos de los nobles y jóvenes libertinos que abundaban en la Corte.
Los atributos físicos de los hombres ya no representaban nada para ella.
Su única ambición era encontrar a alguien que pudiera ofrecerle un amor
fuerte y profundo.
Una mujer con tales aspiraciones se convierte en una criatura
aterradora. Si hubiera sido sólo una cortesana, la habrían conformado
las riquezas y la frivolidad. La Gran Concubina poseía todo lo que la
riqueza del mundo puede brindar. El hombre que aguardaba tendría que
ofrecerle, pues, los bienes del universo del futuro.
Los comentarios sobre el enamoramiento del Gran Sacerdote inundaron
la Corte, hasta que, finalmente, y en son de broma, la historia fue
repetida hasta al mismo Emperador. Esta chismografía desagradaba a la
Gran Concubina, que guardaba una actitud fría e indiferente. Comprendía
perfectamente que existían dos motivos para que los cortesanos pudieran
bromear libremente sobre un asunto cuyo comentario, normalmente, les
estaría vedado. El primero, que, refiriéndose al amor del Gran
Sacerdote, estaban halagando la belleza de la mujer que inspiraba aun a
un eclesiástico de tan gran virtud, tamaña distracción y, en segundo
término, todos sabían que el amor del anciano por la noble dama jamás
podría ser retribuido.
La Gran Concubina Imperial reconstruyó mentalmente los rasgos del
viejo sacerdote que había visto a través de la ventana del carruaje. No
se parecía en absoluto a los rostros de ninguno de los hombres que la
habían amado hasta entonces. Era extraño que el amor surgiera en el
corazón de un hombre que no poseía ninguna condición como para ser
amado. La dama recordó frases tales como “mi amor perdido y sin
esperanzas” que eran usadas a menudo por los poetastros de Palacio
cuando deseaban despertar eco en los corazones de sus indiferentes
amadas. La situación del más desgraciado de aquellos elegantes resultaba
envidiable frente a la del Gran Sacerdote. Sin embargo, a la Concubina
Imperial los escarceos poéticos de tales jóvenes se le antojaron adornos
mundanos, inspirados por la vanidad y totalmente desprovistos de
sentimiento.
A esta altura, el lector comprenderá claramente que la Gran Concubina
Imperial no era, como comúnmente se la creía, la personificación de la
elegancia cortesana, sino una persona que encontraba en la evidencia de
ser amada una verdadera razón de vivir. Pese a su alto rango era, antes
que nada, una mujer, y todo el poder y la autoridad del mundo carecían
de valor si no le brindaban tal evidencia. Los hombres que la rodeaban
se entregaban a luchar sin fin para alcanzar el poder político. Ella
soñaba con dominar el mundo por otros medios puramente femeninos.
Había conocido a muchas mujeres que habían tomado los hábitos que se
habían retirado del mundo. Tales mujeres la hacían reír. Cualquiera sea
la razón alegada por una mujer para abandonar el mundo, le es casi
imposible desprenderse de sus posesiones. Sólo los hombres son
verdaderamente capaces de abandonar cuanto poseen.
El viejo sacerdote del lago había dejado, en determinada etapa de su
vida, el Mundo Fluctuante y sus placeres. Ante los ojos de la Concubina
Imperial era más hombre que todos los nobles que poblaban la Corte. Y
así como había abandonado una vez este Mundo Fluctuante, estaba
dispuesto ahora, por ella, a renunciar también al mundo futuro.
La Concubina recordó la idea de la sagrada flor de loto que su
profunda fe había impreso vívidamente en su mente. Pensó en el enorme
loto con una anchura de doscientas cincuenta yojana. Aquella planta
absurda se ajustaba más a sus gustos que las mezquinas flores flotantes
de los estanques de la Capital. Por las noches, el susurro del viento
entre los árboles del jardín le parecía insípido comparado con la música
delicada que produce la brisa, en la Tierra Pura, cuando sacude a las
plantas sagradas.
Al recordar los extraños instrumentos que colgaban del cielo y tañían
sin ser tocados, el sonido del arpa de Palacio sólo se le antojaba una
despreciable imitación.
El Sacerdote del Templo de Shiga luchaba. En sus combates juveniles
contra la carne, lo había sostenido siempre la esperanza de alcanzar el
mundo futuro. Pero, en cambio, esta lucha desesperada de su vejez se
asociaba con un sentimiento de pérdida irreparable.
La imposibilidad de consumar su amor por la Gran Concubina Imperial
se le aparecía tan clara como el sol en el cielo. Al mismo tiempo, tenía
perfecta conciencia de la imposibilidad de avanzar hacia la Tierra
Pura, mientras permaneciera esclavo de aquel amor. El Gran Sacerdote
había vivido en un estado de incomparable libertad y ahora, en un abrir y
cerrar de ojos, se encontraba sin futuro y en la más completa
oscuridad. El coraje que lo había acompañado durante las luchas de su
juventud había tenido, quizás, sus raíces en su propio orgullo y
confianza, en saber que se estaba privando voluntariamente del placer
que tenía al alcance de la mano.
El Gran Sacerdote sentía miedo nuevamente. Hasta que aquel noble
carruaje se aproximara a la orilla del Lago Shiga, su convencimiento era
que cuanto le esperaba ya no era sino la liberación del Nirvana. Ahora
se encontraba, de pronto, frente a la oscuridad del mundo donde es
imposible adivinar lo que nos acecha a cada paso.
En vano acudía a todas las formas de meditación religiosa. Ensayó la
Contemplación del Crisantemo, la Contemplación del Aspecto Total y la
Contemplación de las Partes; pero cada vez que intentaba concentrarse,
el hermoso rostro de la Concubina aparecía ante sus ojos. Tampoco fue un
remedio la Contemplación del Agua, pues invariablemente aparecían los
bellos rasgos resplandecientes entre las ondas del lago.
Todo esto, sin duda, era sólo una consecuencia de su apasionamiento.
Bien pronto, el sacerdote advirtió que la concentración le producía más
mal que bien, y fue entonces cuando ensayó aliviar su espíritu por medio
de la dispersión. Le asombraba constatar que la meditación lo hundía,
paradójicamente, en una desilusión aún más profunda. A medida que su
espíritu iba sucumbiendo bajo tal peso, el sacerdote decidió que antes
de proseguir una lucha estéril, era mejor concentrar deliberadamente sus
pensamientos en la figura de la Gran Concubina Imperial.
El Gran Sacerdote hallaba una nueva satisfacción al adornar su visión
de la dama en las más variadas formas, como si se tratara de una imagen
budista cubierta de diademas y baldaquines. Al hacerlo, el objeto de su
amor se transformaba en un ser de creciente esplendor, distante e
imposible. Esto le producía una alegría especial, seguramente porque de
lo contrario, el ver a la Gran Concubina Imperial como a una mujer común
y corriente era más peligroso. La revestía de todas las humanas
fragilidades.
Mientras reflexionaba sobre este asunto, la verdad se hizo en su
corazón. No veía en la Gran Concubina Imperial a una criatura de carne y
hueso, ni tampoco a una visión. Era, en todo caso, un símbolo de la
realidad, un símbolo de la esencia de las cosas. Resulta verdaderamente
extraño perseguir esa esencia en la figura de una mujer. Y, sin embargo,
existía un motivo. Aun al enamorarse, el sacerdote de Shiga no había
perdido el hábito, adquirido tras largos años de contemplación, de
esforzarse por alcanzar la esencia de las cosas a través de una
constante abstracción. La Gran Concubina Imperial de Kyogoku, se había
identificado con la visión del inmenso loto de doscientos cincuenta
yojana. Reclinada en el agua y sostenida por todas las flores de loto,
la Cortesana se volvía. tan grande como el Monte Sumeru.
Cuanto más convertía a su amor en un imposible, más profundamente
traicionaba el sacerdote a Buda, pues la imposibilidad de su amor se
encontraba aparejada con la imposibilidad de llegar a la iluminación. Y
cuanto más advertía que su amor no podía tener esperanza, más crecía la
fantasía que lo alimentaba y más se arraigaban sus pensamientos impuros.
Mientras consideraba que su amor tenía alguna remota posibilidad, le
había sido más fácil renunciar a él; pero ahora que la Gran Concubina se
había convertido en una criatura fabulosa y totalmente inalcanzable, el
amor del Gran Sacerdote se inmovilizaba como un gran lago de aguas
calmas que cubría, inexorablemente, la superficie de la tierra.
Esperaba ver el rostro de su dama aún una vez más, pero temía que esa
figura, que ahora se había vuelto una gigantesca flor de loto, se
desvaneciera sin dejar rastros. Si aquello sucedía, el Gran Sacerdote se
salvaría. Esta vez no dudaba de alcanzar la verdad. Y aquella mera
perspectiva llenó al sacerdote de miedo y reverencia.
El melancólico amor del anciano había comenzado a crear curiosas
estratagemas. Cuando, por fin, se decidió a visitar a la Gran Concubina,
creyó en la ilusión de estar saliendo de una enfermedad que estaba
marchitando su cuerpo. El caviloso sacerdote interpretó la alegría que
acompañaba a su determinación como el alivio de haber escapado
finalmente a las trabas de su amor.
Ninguno de los servidores de la Gran Concubina halló nada extraño en
el hecho de que un anciano sacerdote permaneciera de pie en un rincón
del jardín, apoyado en su bastón y mirando tristemente la Residencia.
Era frecuente encontrar a ascetas y mendigos frente a las grandes casas
de la Capital, aguardando limosnas.
Una de las cortesanas mencionó el hecho a su señora. La Gran
Concubina miró, casualmente, a través del postigo que la separaba del
jardín. Bajo las sombras del verde follaje, un anciano sacerdote
macilento y de raídas vestiduras negras, inclinaba la cabeza. La dama lo
observó por algún tiempo, y cuando hubo reconocido al sacerdote del
lago de Shiga, su pálido rostro se volvió aún más demacrado.
Pasados algunos minutos de indecisión, impartió las órdenes
necesarias para que la presencia del sacerdote en el jardín fuera
ignorada.
Por primera vez el desasosiego hizo presa de ella. Había visto a
mucha gente hacer abandono del mundo, pero ahora se encontraba por
primera vez con alguien que renunciaba al mundo futuro. La visión
resultaba siniestra y aterradora. Todos los placeres que había extraído
su imaginación ante la idea del amor del sacerdote, desaparecieron en un
segundo. Aunque aquel hombre hubiera renunciado al mundo futuro por
ella, ahora comprendía que ese mundo jamás pasaría a sus propias manos.
La Gran Concubina Imperial contempló sus ropas elegantes y su hermoso
cuerpo. Luego, miró hacia el jardín y observó al feo anciano andrajoso.
El hecho de que pudiera existir alguna relación entre ambos tenia una
extraña fascinación.
¡Qué diferente de la espléndida visión resultaba todo! El Gran
Sacerdote parecía ahora una persona salida del Infierno mismo. Nada
quedaba del hombre de virtuosa presencia que traía consigo el destello
de la Tierra Pura. Su luz interior, que hacía evocar la gloria, se había
desvanecido totalmente. Aun cuando se trataba del hombre del Lago de
Shiga, era una persona completamente distinta.
Como la mayoría de los cortesanos, la Gran Concubina Imperial tendía a
estar en guardia contra sus propias emociones, especialmente cuando se
enfrentaba con algo que podía afectarla profundamente.
Al comprobar el amor del Gran Sacerdote, la invadió el
descorazonamiento. La pasión consumada con la cual tanto había soñado
durante años, adquiría una forma, preciso es reconocerlo, harto
descolorida.
Cuando el sacerdote, apoyado en su bastón, llegó a la capital, casi
había olvidado su fatiga. Penetró sigilosamente en las posesiones de la
Gran Concubina Imperial en Kyogoku y observó desde el jardín. Tras
aquellos postigos estaba la dama de sus pensamientos.
Al asumir su adoración una forma sin mácula, el mundo futuro comenzó a
ejercer nuevamente su fascinación sobre el Gran Sacerdote. Nunca antes
había vislumbrado la Tierra Pura con tanta intensidad. Su anhelo hacia
ella se volvió casi sensual. Sólo debía pasar ahora por la formalidad de
presentarse ante la Gran Concubina, declararle su amor y, de tal
manera, librarse de una vez por todas de pensamientos impuros que lo
ataban aún a este mundo. Faltaba ese único requisito para acercarse aún
más a la Tierra Pura.
Le resultaba doloroso permanecer de pie, apoyado en el bastón. Los
ardientes rayos del sol de mayo atravesaban las hojas y caían sobre su
cabeza afeitada. Una y otra vez creyó perder el sentido. ¡Si tan sólo la
dama advirtiera su propósito y lo invitara a saludarla para cumplir así
con aquella formalidad! El Gran Sacerdote esperaba y, apoyado en su
bastón, luchaba contra su creciente debilidad.
Finalmente llegó el crepúsculo. Nada sabía aún de la Gran Concubina,
quien, por lógica, no podía conocer el pensamiento del sacerdote que, a
través de ella, vislumbraba la Tierra Pura. Se limitaba a observarlo a
través de los postigos. El sacerdote continuaba en el mismo sitio,
inmóvil. La claridad nocturna iluminó el jardín.
La Gran Concubina Imperial se atemorizó. Presintió que cuanto veía en
el jardín no era sino la encarnación de aquella “desilusión
profundamente arraigada” de la que hablan los Sutras. Quedó abrumada
ante la posibilidad de merecer las penas del Infierno.
Después de haber llevado a la perdición a un sacerdote de tan gran
virtud, no era, seguramente, la Tierra Pura cuanto podía esperar, sino,
en cambio, el Infierno mismo con todos los terrores que ella tan bien
conocía. El amor supremo con el cual soñara se había derrumbado. Ser
amada así, equivalía a una forma de condenación. Del mismo modo en que
el Gran Sacerdote vislumbraba por su intermedio la Tierra Pura, la Gran
Concubina contemplaba el horrible reino del Infierno a través del amor
de aquel anciano.
Sin embargo, esta noble dama de Kyogoku era demasiado orgullosa como
para sucumbir a sus temores sin luchar, y decidió poner en juego todos
los recursos de su innata crueldad.
“El Gran Sacerdote -se dijo- tendrá que sucumbir, tarde o temprano,
al mareo.” Lo observó a través de los postigos esperando verlo en el
suelo; pero, para su fastidio, la silenciosa figura continuaba inmóvil.
Cayó la noche y, a la luz de la luna, la figura del sacerdote se asemejaba a un montón de huesos blancos.
La dama, llena de temor, no podía conciliar el sueño. Dejó de mirar a
través de los postigos y dio la espalda al jardín. Sin embargo, le
parecía sentir constantemente la penetrante mirada del sacerdote.
Sabía que aquél no era un amor vulgar. Por temor a ser amada y, por
ende, de terminar en el Infierno, la Gran Concubina Imperial rezaba con
más fervor que nunca por la Tierra Pura. Una Tierra Pura propia e
invulnerable que ansiaba conservar en su corazón. Era diferente a la del
sacerdote y no tenía relación con su amor. No dudaba de que, si alguna
vez la mencionaba ante el anciano, aquella interpretación personal se
desintegraría inmediatamente.
El amor del sacerdote, se decía, no tenía nada que ver con ella. Era
una aventura unilateral en la que sus sentimientos no tenían parte
alguna. No había, pues, razón por la cual se la descalificara en su
admisión en la Tierra Pura. Aun cuando el Gran Sacerdote perdiera el
sentido y falleciera, ella se mantendría indemne. Sin embargo, a medida
que avanzaba la noche y la temperatura se hacía más fría, su confianza
comenzó a abandonarla.
El Sacerdote permanecía en el jardín. Cuando las nubes ocultaban la luna, se asemejaba a un extraño árbol viejo y nudoso.
La dama, consumida de angustia, insistía en que aquel anciano le era
totalmente ajeno. Las palabras parecían explotar en su corazón. ¿Por
qué, en nombre del Cielo, tenía que ocurrir esto?
En aquellos momentos, y por extraño que parezca, la Gran Concubina
Imperial se había olvidado completamente de su belleza. Quizás fuera más
correcto decir que se había visto obligada a hacerlo.
Finalmente, los tenues matices del amanecer irrumpieron en el cielo
oscuro y la figura del sacerdote se destacó en la media luz. Todavía
permanecía en pie. La Gran Concubina Imperial estaba derrotada.
Llamó a una doncella y le ordenó invitar al sacerdote a dejar el jardín y a arrodillarse junto al postigo.
El Gran Sacerdote se hallaba en la frontera del olvido, donde la
carne se desintegra. Ya no sabía si esperaba a la Gran Concubina
Imperial o al mundo futuro. Aun cuando distinguió la figura de la
doncella aproximándose desde la residencia en la pálida luz del
amanecer, ni siquiera comprendió que cuanto había esperado con tantas
ansias, se hallaba finalmente al alcance de su mano.
La doncella trasmitió el mensaje de su señora. Al escucharlo, el
sacerdote profirió un grito horrendo e inhumano. La doncella intentó
guiarlo de la mano, pero él no se lo permitió y se dirigió hacia la casa
con pasos increíblemente rápidos y seguros.
La oscuridad reinaba tras el postigo y resultaba imposible ver, desde
afuera, a la Gran Concubina. El sacerdote cayó de rodillas y,
cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar. Estuvo allí por
largo rato con el cuerpo sacudido por esporádicas convulsiones.
Entonces, en la semi penumbra del amanecer, una blanca mano emergió
dulcemente del postigo. El sacerdote del Templo de Shiga la tomó entre
las suyas y se la llev6 a la frente y a las mejillas.
La Gran Concubina Imperial de Kyogoku tocó unos dedos extrañamente
fríos. Al mismo tiempo, sintió algo húmedo y tibio. Alguien mojaba sus
manos con tristes lágrimas.
Cuando los pálidos reflejos de la luz matutina comenzaron a
iluminarla a través del postigo, la ferviente fe de la dama le infundió
una maravillosa inspiración. No dudó ni por un instante de que aquella
mano extraña era la de Buda.
Entonces, la gran visión surgió nuevamente en el corazón de la
Concubina. El suelo de esmeraldas de la Tierra Pura; los millones de
torres de siete joyas; los ángeles y su música; los estanques dorados
con arenas de plata; los lotos resplandecientes y la dulce voz de las
Kalavinkas. Si aquella era la Tierra Pura que le tocaría en suerte -y en
aquel momento no dudaba de que así sería-, ¿por qué no aceptar el amor
del Gran Sacerdote?
Aguardó a que el hombre con las manos de Buda le rogara abrir el
postigo que los separaba. Cuando se lo pidiera, ella levantaría tal
barrera y su cuerpo incomparablemente hermoso aparecería frente a él
como en su primer encuentro junto al lago. Ella lo invitaría a entrar.
La Gran Concubina Imperial esperó.
Pero el Gran Sacerdote del Templo de Shiga no dijo nada. No pidió
nada. Después de cierto tiempo, las viejas manos aflojaron su presión y
los blancos dedos de la dama quedaron solos en la penumbra del amanecer.
El Sacerdote se alejó. Un frío mortal descendió sobre el corazón de la
Gran Concubina Imperial.
Pocos días después llegó a la Corte el rumor de que el espíritu del
Gran Sacerdote había alcanzado la liberación final en su celda de Shiga.
Al enterarse de tal noticia, la dama de Kyogoku se dedicó a copiar en
rollos y rollos, con la más hermosa escritura, el pensamiento de los
Sutras.
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