Ambrosio medita en su biblioteca sobre asuntos vitales; su conversión a la religión cristiana protestante y el cuestionamiento sobre este ingreso que ya lleva casi un año. Explora los límites de esta nueva visión del mundo y se pregunta si realmente ha valido la pena.
—Ojalá ella llegara de repente, en la mitad de la lluvia— pensaba con melancólica vanidad, viendo por la ventana, la noche bogotana llena de truenos luminosos e hilachos de agua que no terminaban y que se escurrían por el inmenso vidrio. ¡Pero no! Lo más posible es que ella no volviera, quizá no la viera nunca otra vez, y ya pensaba que estaba bien, era lo mejor, que haya retornado a su celda de vida de la que parecía no estar dispuesta a salir, por su elevada altivez.
Ya no importaba. Pensar en ella le era menos penoso e infrecuente. Su recuerdo se diluía rápidamente. Su cabeza intelectual y activa ahora estaba disponible nada más que para producir, analizar, escribir y hacer otras actividades; al parecer ya había pasado su breve periodo de licencia.
Pero más allá de eso estaba la religión a la que ahora pertenecía, así el pastor se esforzara muchas veces en decir que 'no era una religión sino una forma de vida'. La verdad es que sí tenía semejanzas importantes con aquello de lo que se querían apartar: había un rito señalado por horario y organización (Alabanza, diezmo y luego Prédica). Era una distinción importante que fallaba por su propio peso.
Claro que creía en Jesús y le concedía el clarísimo mérito de ser el Hijo de Dios y Redentor de toda la humanidad. Un modelo de perfección a imitar. Lo que aún le causaba mella en la cabeza era los reparos que aún tenía con respecto a las iglesias evangélicas. Se supone que en términos estrictos él ya era un Cristiano Evangélico.
—¡Válgame Dios!— pensaba Ambrosio con todavía cierta incredulidad. Todavía le era extraño, luego de casi un año, pensar que había sucumbido a las corrientes de lo que antes consideraba como "fanatismo ciego e irracional". Y sin embargo, le gustaba. Le agradaba ir a culto los jueves y los domingos, le gustaban las prédicas y le parecían razonables y "bien fundadas". Todo era bueno. Pero las dudas acechaban.
Pensaba que para tener fe, tantos libros en la cabeza eran más un obstáculo que un puente para reafirmarla. Le dolía un poco porque, ni pensaba renunciar a sus tareas intelectuales, pero tampoco quería del todo estar de lleno en la Iglesia Cristiana. Difícil situación en la que se encontraba su espíritu.
Por otra parte, estaba sucediendo algo imprevisto. Su corazón, que antes parecía suficientemente amurallado, comenzaba a sucumbir ante el embate de una hermosa chica, de mechón azul, que tocaba la guitarra como si fuera un Ángel de Dios en su Trono celestial. Y otra razón poderosa para quedarse, era esperar que Dios hablara sobre el asunto.
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