Orlando Sierra Hernández (1959-2002) Periodista colombiano, Licenciado en Filosofía por la Universidad de Manizales y subdirector del diario La Patria de la misma ciudad. Escribía en el mismo diario su columna 'Punto de Encuentro' desde donde denunciaba las practicas corruptas y electoreras de la clase política tradicional de su ciudad y departamento. Fue un lector compulsivo y un eterno aspirante a escritor, que tuvo en su haber un centenar de poemas y cinco novelas inéditas. Murió el 1 de Febrero de 2002. Desde Preludio al Paraiso, queremos ofrecer un humilde homenaje a su faceta de escritor, poeta y novelista, reproduciendo este artículo escrito en la revista CROMOS con motivos de los diez años de su asesinato.
La cara oculta de Orlando Sierra
El video de la cámara de seguridad registra una fracción del momento:
el sicario espera frente a las antiguas instalaciones del diario La
Patria, en pleno centro de Manizales, resguardándose, paciente, tras un
puesto de dulces. A la 1:55 de la tarde de ese 30 de enero del 2002,
Orlando Sierra Hernández –subdirector del diario La Patria, de
Manizales, 42 años, nariz aguileña y rostro adusto–, regresa caminando
junto a su hija Beatriz, con quien ha salido almorzar al lugar de
siempre. Las imágenes de la cámara no muestran al periodista ni a su
hija; se ve, por el contrario, al sicario que los observa, el tráfico de
esa hora, la gente que camina apurada. Se ve cuando el hombre atraviesa
la cebra que separa las dos calles y luego se pierde. El resto hay que
reconstruirlo con las voces de los testigos: en la entrada de La Patria
el sicario empuja a Beatriz y dispara una vez. Orlando cae. En el suelo
recibe un impacto más, esta vez en la cabeza, mientras el sicario
aprovecha para huir. Hay un barullo grande hasta que logran montarlo en
un taxi y enfilan hacia el hospital. Luego de dos días de inútiles
esfuerzos por mantenerlo vivo, Orlando muere. Diez años después del
asesinato, la sombra de la impunidad aún cobija el caso: los autores
materiales fueron sistemáticamente asesinados, los intelectuales
continúan sin identificarse y hace apenas un par de meses la fiscal
Myriam Doris Castro promulgó una resolución acusatoria contra el
principal sospechoso, el político liberal Ferney Tapasco. Más allá de
eso, poco. Quizás lo que se publique ahora con motivo del aniversario de
su muerte, para aplazar su olvido; el del periodista, claro, pero
también el del escritor.
El novelista engavetado
Porque aunque mucho se ha hablado sobre las denuncias que motivaron
su asesinato, poco se ha dicho acerca de una faceta conocida sólo por
amigos cercanos: la de novelista. En el momento en que el sicario apretó
el gatillo, Sierra tenía cinco novelas inéditas (Para justificar a
William Blake, El club de la corbata roja, La estación de los sueños, La
maldición del oráculo y La copia del muro de Berlín) y tres libros de
poemas publicados, uno de ellos de su propio bolsillo.
Ahí, en sus palabras, Orlando dejó regadas pistas para comprenderlo;
en novelas autobiográficas como Para justificar a William Blake, donde
relata la etapa de su vida que pasó en un burdel, o en La copia del muro
de Berlín, en la que cuenta cómo sus padres, agobiados por tantas
peleas, decidieron levantar un muro que dividiera su casa en dos. En
esas páginas hay miedos, obsesiones, deseos, frustraciones, dolores,
redenciones.
Ahí, en esos libros que aún no se publican por disputas de derechos, uno alcanza a dibujar un bosquejo suyo:
“La nostalgia es el perfume más fino. El olor del humo, el de la
mierda de vaca y el del orín de las bestias son los aromas de mi
infancia. El olor del pasto niñito y de la leche caliente también los
tengo presentes. Mis manos rozan un pino y su piel rugosa hace que mis
dedos vuelvan a ser chicos, rosáceos, leves. Mis ojos ven un caballo y
como un purasangre Canario se viene desde el inconsciente y salta a la
memoria, conmigo montado a pelo en su lomo”.
De recuerdos como este están hechas sus dos obras más sentidas: La
copia del muro de Berlín y Para justificar a William Blake. Dos textos
autobiográficos en los que Orlando se desarma y muestra aspectos de su
infancia campesina y pobre; de la compleja relación que mantuvo siempre
con su madre, una mujer estricta que lo crió con mano dura; de la
parquedad de su padre, el domador de caballos que apenas musitaba
palabra; de su trato con las putas, con quienes vivió durante seis meses
luego de que lo expulsaran del seminario, adonde había ido a parar no
por vocación eclesiástica sino por el simple hecho de querer salir de
Santa Rosa (Risaralda) y conocer Bogotá; de su afición por el fútbol y
su devoción a la escritura, y, finalmente, de sus críticas a esa
Manizales de alta alcurnia que vive de las apariencias. “Manizales era
una aldea próxima a las nubes, en donde el verde de las montañas por los
cuatro costados hacía que el pensamiento no volara, por lo que
cualquier posibilidad de avanzada se estrellaba contra los tupidos
bosques en las alturas, o más arriba aún, contra las nieves perpetuas
del Nevado del Ruiz”, escribió en El club de la corbata roja.
Aunque probó la ficción con tres obras –El club de la corbata roja,
La maldición del oráculo y La estación de los sueños–, sin duda la que
mejor logró fue esta última, escrita gracias a una beca que le
concedieron para pasar una corta temporada en Saint Nazaire, Francia.
Las otras dos son novelas de aprendizaje; pero, como me dijo el escritor
Octavio Escobar –uno de los pocos a quien Orlando confiaba sus textos–,
Sierra fue siempre un lector juicioso, de esos que entraba a los libros
con lupa en mano. “Solía contarme con detalle, por ejemplo, cómo
presentaba los personajes André Malraux”. Y a pesar de que La corbata
roja fue su novela más querida, apenas se publicaron un par de capítulos
en el Papel Salmón, el suplemento literario de La Patria, pocos días
después de su muerte.
¿Por qué no se ha publicado el resto? La respuesta parece tenerla su
hija Beatriz, quien, dicen, se ha negado a ceder los derechos de
publicación a pesar de las repetidas insistencias. La versión de ella es
diferente: “Voy a ser muy franca –dice al otro lado de la línea desde
Pereira, donde vive–: desde que mataron a mi papá a mí no me gustaron
muchas de las cosas que hizo Gloria Luz, su novia. Ella se quedó con el
original de El club de la corbata roja, que ya tenía impreso y listo
para enviar a una editorial, y cuando se lo pedí me devolvió una copia.
Eso no me gustó. Pero yo no tengo nada contra la publicación; al
contrario: me encantaría que pasara porque eso fue algo que mi papá
siempre quiso. Si alguna editorial se interesa y me llama, yo hablo con
ellos, pero tendría que ser sin Gloria Luz, que ella deje de ser
intermediaria”.
Una forma silenciosa de gritar
Fue precisamente Gloria Luz Ángel, la novia de Sierra al momento de
la muerte, quien me facilitó sus obras. Dos años llevaban juntos luego
de que él se divorciara de su primera esposa, Luz Estela Gómez (a quien
dedicó La estación de los sueños), y ella completara varios años de
viuda. Se habían visto por primera vez por allá en el año 86, cuando
Orlando llegó a La Patria y lo mandaron a entrevistar a la directora de
la Casa de la Cultura de Manizales y él, con esa altivez que da la
juventud, le contestó a su jefe que estaba muy ocupado. “¿Usted sabe a
quién le está diciendo que espere? –cuenta Gloria Luz que le dijeron–.
¡A la esposa de uno de los dueños del periódico!
Gloria Luz –de facciones finas y una amabilidad que desarma–, me pasó
en formato digital las cinco novelas de Orlando y una amplia colección
de sus poemas de los cuales, dice, su favorito es Certeza (Ahora que sé /
que el aire más puro que respiro / es el que viene de tu aliento /
reconozco que te amo).
Al tiempo que conversaba con sus amigos más cercanos, antiguos
compañeros de trabajo y de la vida, comencé a leer con avidez. De
entrada, me sorprendieron dos cosas: la prosa fluida, alejada de
pretensión alguna, y la terrible ortografía que lo llevaba a cometer
errores infantiles. La escritura como necesidad, como algo que va más
allá de la tan común pretensión de “verse publicado en letras de molde”,
como él mismo escribió en alguna columna, me la confirmó días después
Antonio Leyva, poeta y amigo del alma, al calor de una cerveza en un bar
de Manizales.“Tenía claro que no escribía para ganar notoriedad social,
por eso dejó de publicar. Escribía porque era una forma silenciosa de
dar alaridos, de gritar, pero sabía que con eso no se iba a ganar el
Premio Nobel”, me dijo con su voz carrasposa.
Varios amigos coinciden en que Orlando fue mejor poeta que narrador y
mejor periodista que escritor. Pero siempre, durante toda su vida,
buscó refugio en las letras. “Era desesperado por la lectura. Todo lo
que tuviera letras era importante para él. Mantenía llenos los bolsillos
de papeles con pequeñas lecturas que encontraba en la calle”, recuerda
su madre, doña Marina Hernández, en una crónica que publicó La Patria un
día después de su entierro.La poesía lo atrapó primero. Muy joven, a
los 19 años, publicó Hundido en la piel. Luego vendrían otros dos libros
de poemas y más tarde, a finales de los ochenta, se dejó seducir por el
periodismo. Poco a poco fue escalando hasta convertirse en subdirector
de La Patria y en la voz más respetada de Caldas gracias a su columna
Punto de encuentro, que publicó por primera vez el 13 de junio de 1993 y
mantuvo durante ocho años, hasta el día que lo mataron. De manera
paralela redactó sus novelas, que corregía y revisaba una y otra vez con
la pasión de quien sabe que la escritura es una necesidad de vida, como
comer o respirar. En esas estaba, precisamente, cuando lo encontró la
muerte.
“Quiero ganarme su autógrafo”
Quienes lo conocieron suelen estar de acuerdo en que era un gocetas,
que amaba la vida profundamente, que tenía un sentido del humor a prueba
de todo, que era dueño de una memoria prodigiosa y que con la misma
facilidad con que se enojaba volvía a contentarse. Ya es famosa la
anécdota con Gabo en Cartagena que repiten, entre tragos, sus amigos:
que lo vio sentado con Carlos Fuentes en la mesa del restaurante donde
se encontraba y se le fue por detrás, despacito, hasta que le dijo que
quería ganarse su autógrafo. Así le dijo, “ganarse”, y acto seguido
empezó a recitar de memoria el primer capítulo de Cien años de soledad.
“Eso es fácil –le respondió el Nobel–. A ver el segundo”. Y Orlando
arrancó a declamarlo con una seguridad tan pasmosa que García Márquez,
sorprendido, le firmó una servilleta de tela.
En la redacción de La Patria (hoy un edificio moderno, lejos del
lugar donde le dispararon), su figura continúa rondando como un
fantasma. En medio de un escritorio lleno de libros y libretas de
apuntes, Fernando Alonso Ramírez, editor del diario, recuerda esa vez
que entró a la oficina de Orlando y él, con el brazo en alto y la mano
abierta, le hizo un gesto para que se quedara quieto. “Era que estaba
escribiendo un verso. Uno podía interrumpirlo en cualquier momento menos
cuando estaba escribiendo poesía; se podía estar cayendo el mundo pero
si lo sacabas de ahí, te metías en un problema”.
Virgilio López, otro de los periodistas que trabajó con él, sonríe al
evocarlo. “Estaba loco: cuando había una cagada muy grande escribía
‘hijueputa’ en un papelito, se le iba a uno por detrás con una grapadora
en la mano y… ¡clan!,se la clavaba en el omoplato. Hasta un zapato me
tiró una vez”. “Orlando era de una lealtad impresionante con la gente
que quería –recordó Antonio Leyva aquella tarde, cerveza en mano–. Yo
lloro todos los días, hermano. El ser humano que más he amado en la vida
ha sido él. Lo recuerdo con un dolor profundo, sobre todo porque uno,
con el tiempo, va cayendo en el olvido. Y eso golpea tan duro...”.
“Lo más triste de todo es que a Orlando lo mataron por decir cosas
que todo el mundo sabía, cosas obvias. La prueba es que tanto tiempo
después nada ha cambiado demasiado en Caldas”, me contó varios días
después Octavio Escobar. Y es cierto: las cosas, hasta ahora, siguen
igual.
Contra el olvido
El domingo antes de que lo mataran apareció en el Papel Salmón un
poema suyo titulado Invocación a la muerte. Yo sé que te impacientas /
Muerte / Con la osadía de los jóvenes / Que su temeridad te excita, dice
la primera estrofa.
El último día que estuve en Manizales subí hasta Jardines de la
Esperanza, al lado del aeropuerto, para visitar su tumba. No sé por qué
lo hice, pero me sorprendió el contraste de su lápida con las demás:
mientras casi todas estaban bien cuidadas, con flores a su alrededor y
el prado cortado, la suya era apenas un pedazo de cemento hundido en la
tierra y rodeado de hierba alta.
Pensé que esa imagen, tan dura, es solo una metáfora de lo que hoy
pasa, y no sólo con Orlando, por supuesto: que tenemos una memoria
deleznable, que olvidamos con la misma facilidad con que se pasa una
página y que es natural que lo hagamos, sí, porque debemos seguir
adelante y no podemos cargar el pasado como si fuera una roca en nuestra
espalda. Por eso, mientras miraba la lápida así, tan descuidada, volví a
preguntarme si su sacrificio ha valido la pena; si, como me dijo un
amigo suyo, no hubiera sido mejor que Orlando estuviera aquí, siendo más
amigo de sus amigos o puliendo una y otra vez un verso. Si vale la pena
morir por una causa cuando tanto tiempo después aún no hay justicia y
en este país amnésico todavía seguimos solucionando los problemas a
punta de balas.
Hoy parece que el único recuerdo que queda de Orlando son sus obras,
que todavía continúan en la sombra. Y, mientras eso suceda, seguirá
condenado al olvido.
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