Léon Degrelle nace el 15 de junio de 1906 en el seno de una familia numerosa en la pequeña ciudad belga de Bouillon, cerca de la frontera francesa, en la calle de Collége no 29. De clase media burguesa bien acomodada, el padre, Edouard Degrelle, era de origen francés y había sido diputado permanente.. Por parte materna el abuelo había sido igualmente un destacado político y médico de La Roche así como un mecenas de la cultura y de la literatura siendo incluso miembro fundador del diario "Lavenir du Luxembourg" que cubría esa región, el mismo diario en donde el joven Degrelle publicará su primer aporte literario el dos de noviembre de 1925, cuando tenía tan solo dieciocho años recién cumplidos. NacionalSocialista convencido, defensor del Führer, oficial de las Waffen SS, peleó del lado del Eje en la Legión Valonia, unidad extranjera de las SS.
¿Y si Hitler hubiera ganado?
Leon Degrelle (1906-1994)—Esta es la gran incógnita:
Ello fue posible durante bastante tiempo. En noviembre de 1941, Hitler estuvo bien cerca de conquistar Moscú (alcanzó Los suburbios) y de bordear por entero el rió Volga, desde su nacimiento (a donde llegó), hasta su desembocadura (que estuvo a punto de conseguir). Moscú no esperaba más que la aparición de los carros de combate del Reich en la plaza del Kremlin para rebelarse Stalin hubiese saltado. Hubiera sido su fin.
Lanzadas desde el aire algunas columnas alemanas de ocupación, emulando a las del almirante Koltchak en 1919, hubiesen atravesado como una flecha toda Siberia. Frente al Océano Pacífico, la cruz gamada hubiese ondeado en Vladivostok. a diez mil kilómetros del Rhin.
¿Cuáles hubiesen sido las reacciones en el mundo?
La Inglaterra de finales de 1941 podía lanzar la toalla de un momento a otro. Hubiese bastado que, en una tarde de whisky demasiado abundante, Churchill hubiera caído tocado por un ataque de apoplejía. Que este inveterado bebedor se conservara tanto tiempo en alcohol no deja de ser un verdadero caso clínico. Su médico personal publicó, tras su muerte, numerosos y divertidos detalles acerca de la resistencia báquica de su ilustre cliente.
Pero, incluso vivo, Churchill dependía del estado de ánimo de su público. El público inglés intentaba aún, en 1941, mantener el tipo. Pero estaba ya cansado. La conquista de Rusia por Hitler, liberando así a toda la Luftwaffe, hubiese terminado aplastándole.
En el fondo, esta guerra ¿a qué conducía? Y. en realidad ¿a qué ha conducido? Inglaterra la terminó arruinada, privada de la totalidad de su imperio y desplazada, en el ámbito mundial, al rango de nación de segundo orden, tras sus cinco años de strip-tease político.
Un Chamberlain, en la piel de Churchill, hubiese enarbolado, desde hacia tiempo, una bandera blanca en la punta de su paraguas histórico.
En cualquier caso, solo frente a una Alemania victoriosa—dominando un imperio sin igual en el mundo, extendiéndose a lo largo de diez mil kilómetros, desde las islas anglo-normandas del Mar del Norte hasta las islas Sakhaline, en el Pacífico— Inglaterra no hubiese sido más que una barquichuela azotada por un ciclón. No hubiera resistido mucho tiempo sobre las olas.
Churchill se hubiera cansado— y los ingleses antes que él— de echar cubos de agua fuera de un cascarón cada vez más invadido. ¿Refugiarse lejos? ¿En el Canadá? Churchill, con la botella a cuestas, quizá hubiera llegado a ser allá un magnifico trampero o un experto tabernero. ¿En África? ¿En la India? El Imperio británico estaba ya perdido. No podía ser el último trampolín de una resistencia que no tenia ya ningún sentido.
No se hubiese siquiera oído hablar más nunca de De Gaulle, convertido en aplicado profesor en Quebec, repasando su autor preferido Saint-Simon, manteniendo entre sus manos la madeja de lana de la laboriosa «Tia Ivonne».
La victoria inglesa fue en verdad el botellazo de un viejo cabezón funcionando basándose en alcohol, desesperadamente agarrado a un clavo ardiendo y para quien los dioses de la santa orden del sacacorchos fueron excesivamente indulgentes. Pero una vez la URSS en manos de Hitler, en el otoño de 1941, la resistencia inglesa se hubiese derrumbado, sin Churchill o con Churchill.
Por lo que respecta a los americanos, ellos no habían entrado aún en guerra por aquellas fechas. El Japón les acechaba y se preparaba para el asalto.
Hitler, una vez dominada Europa, no se hubiera tenido que mezclar en los asuntos del Japón más de lo que este país se mezcló en la ofensiva alemana de 1941 sobre la URSS.
Los Estados Unidos, ocupados en Asia durante mucho tiempo, no hubiesen cargado con otra guerra en Europa, en aquellas circunstancias. El conflicto militar Estados Unidos-Hitler no hubiese tenido lugar, a despecho de los rencores belicistas del viejo Roosevelt, ya verde y cadavérico, enfundado en su capa de cochero de simón, y a pesar de las sugerencias dictatoriales de su esposa Eleonor, enseñando los dientes en su ardor guerrero, dientes salientes semejando la pala de un caterpillar.
Admitamos pues que, al terminar el otoño de 1941 (se quedó a un cuarto de hora), Hitler se hubiese instalado en el Kremlin, de la misma manera que se había instalado en Viena en 1937, en Praga en abril de 1939 y en el vagón del armisticio en Compiegne, en julio de 1940.
¿Qué hubiera pasado en Europa?
Hitler hubiera unificado Europa por la fuerza, sin duda alguna.
Todo lo que se hizo de importancia histórica en el mundo se hizo, siempre, por la fuerza.
Es lamentable; se dirá.
Seria en verdad más decente que el pueblo llano, las damas de la catequesis parroquial y las impávidas vestales del ejército de la Salud, nos reunieran democráticamente en tranquilas y apacibles comunidades territoriales, ambientadas con olor a chocolate, mimosa y agua bendita.
Pero la realidad es que nunca ocurre así.
Los Capeto no forjaron el reino de Francia a golpe de elecciones con sufragio universal. Aparte de alguna que otra provincia colocada en el tálamo real al mismo tiempo que la camisa de noche, por una joven esposa bien dotada, el resto del territorio francés se constituyó a golpes de arcabuces y ballestas. En el Norte, conquistado por los ejércitos reales, sus habitantes se vieron expulsados de sus ciudades— Arras, sobre todo— como ratas huidizas. En el Sur, en la región albigense que resistió a Luis VIII, los cátaros, combatidos, derrotados y abatidos por los cruzados de la Corona, terminaron abrasados en sus castillos, especies de hornos crematorios de antes del hitlerismo. Los protestantes de Coligny acabaron en las picas de la noche de San Bartolomé o balanceándose en Las horcas de Montfaucon. La revolución de los Marat y Fouquier-Tinville prefirió, para afirmar su autoridad, el reluciente acero de la gulliotina a las tertulias amigables con los electores, en la taberna de la esquina.
Napoleón ensartó con su bayoneta a cada una de las fronteras de su Imperio.
La España cristiana no invitó a los moros a españolizarse al ritmo de sus castañuelas. Los combatió tenazmente durante los ocho siglos que duró la Reconquista, hasta que el último de los abencerrajes, pegando los talones al trasero, alcanzó las palmeras y cocoteros de las costas africanas.
Tampoco pensaron los moros unificar amablemente el Sur español sino clavando a los resistentes en las puertas de las ciudades, como Córdoba, entre un perro y un cerdo crucificados a ambos lados. En el siglo pasado, Bismarck forjó con cañones la unidad alemana, en Sadowa y en Sedan. Garibaldi no unió las tierras italianas con el rosario en la mano, sino tomando al asalto la Roma pontifical.
Los Estados Unidos de América no llegaron a ser Unidos hasta la exterminación de sus antiguos propietarios y moradores, Los pieles rojas, y sólo después de cuatro años de matanzas bien poco democráticas, a todo lo largo de la Guerra de Secesión. Y aún ahora, veinte millones de negros vegetan en aquel país bajo la férula de los blancos que, en el siglo pasado, continuaban marcando con hierros al rojo vivo a sus padres, como lo hacían con sus reses. Solo los suizos lograron constituir, más o menos pacíficamente, su pequeño estado de relojeros, lecheros y banqueros. Pero, aparte la celebridad de la manzana de Guillermo Tell, sus dignos cantones nunca brillaron, exageradamente en la historia política universal.
Los grandes imperios, Los grandes estados, se forjaron todos por la fuerza.
¿Que es lamentable?
Seguramente, pero es un hecho incontestable.
Hitler, acampando en una Europa poco dócil, no hubiese hecho más ni menos que César conquistando las Galias, que Luis XIV apoderándose del Rosellón, que los ingleses tomando Irlanda, acosando y persiguiendo a sus habitantes, que los americanos disparando los cañones de sus cruceros contra Filipinas, Puerto Rico, Cuba, Panamá y trasladando, a golpe de cohetes, sus fronteras militares hasta el paralelo 37, sobre Vietnam.
La democracia, es decir el consentimiento electoral de los pueblos, no viene sino después, cuando todo termina. Las masas no observan el universo más que a través de las pequeñas ventanas de sus preocupaciones personales. Nunca un bretón, un flamenco, un catalán del Rosellón hubiesen, por si mismos, actuado para integrarse en una unidad francesa. El badense sólo pretendía seguir siendo de Baden, el gantés, de Gantes. El padre de uno de mis amigos de Hamburgo, prefirió emigrar a los Estados Unidos, después de 1870, antes que verse integrado en el Imperio de Guillermo I.
Son las elites las que hacen el mundo. Y son los fuertes, no los débiles, los que empujan a los demás hacia adelante.
En 1941, o en 1942, incluso si la victoria de Hitler en Europa hubiese sido total, irreversible, incluso, si, como decía el ministro socialista belga Spaak, Alemania hubiese sido dueña de Europa por mil años, los descontentos hubiesen proliferado por millones. Cada uno de ellos se hubiese aferrado a sus costumbres, a su patria chica, superior, por supuesto, a todas las demás regiones. Siendo yo estudiante, no dejaba de escuchar con asombro a mis camaradas de Charleroi, que cantaban sin cesar, entre trago y trago de cerveza, la belleza de su comarca. Y sin embargo, se trata de una de las más feas zonas del mundo, con sus enormes colmenas para los mineros, negras como las entrañas de sus minas. Pero no por ello dejaba de entusiasmar a sus enamorados naturales. Todos se aferraràn a sus pueblos, a sus provincias, a sus reinos, a sus repúblicas. Pero este complejo europeo de lo pequeño y lo mezquino podía evolucionar, estaba a punto de cambiar. Una acelerada evolución resultaba cada vez más realizable. Se dieron en el curso de la historia numerosas pruebas de la posibilidad de unir a los europeos, por muy distintos que parecieran entre si. los cien mil protestantes franceses que se vieron obligados a abandonar su país tras la revocación del edicto de Nantes, en el siglo XVII, se acomodaron maravillosamente a los prusianos que les hospedaron. En el transcurso de nuestros combates de febrero y marzo de 1945, en las ciudades alemanas del este y del oeste del Oder, vimos por todas partes, sobre las placas que llevaban los carros de los campesinos, admirables nombres franceses que recordaban las regiones de Anjou y de Aquitania. En el frente, abundaban los Von Dieu le Vent, los Von Mezieres, los de la Chevalerie.
Por el contrario, cientos de miles de colonos alemanes se esparcieron, en el transcurso de siglos, a través de los países bálticos, en Hungría, Rumania e incluso— en número de ciento cincuenta mil— a lo largo del gran rió ruso, el Volga. Los flamencos, que se instalaron en gran número en el Norte de Francia, dieron a ésta sus más tenaces elites industriales. Las ventajas que proporcionaron estas cohabitaciones fueron también sensibles en el área latina.
Los españoles de izquierda, que no tuvieron más remedio que refugiarse en Francia tras su derrota en 1939, se confundieron, en sólo una generación, con los franceses que les admitieron: una María Casares, hija de un primer ministro del Frente Popular, ha llegado a ser una de las más admiradas artistas del teatro francés. Los cientos de miles de italianos instalados en Francia, impulsados por la necesidad, también llegaron a confundirse, en el transcurso del pasado siglo, con los naturales del país y ello con una facilidad asombrosa. A tal punto que uno de los más grandes escritores de Francia de aquella época fue un originario de Venecia: Zola. En nuestra época, los escritores franceses, hijos de italianos forman legión, Giono a la cabeza.
El imperio napoleonico también ensambló a los europeos sin importarle demasiado su opinión. Lo que no impidió que sus elites se compenetraran con una extraordinaria rapidez: el alemán Goethe llegó a ser caballero de la Legión de Honor; el príncipe polaco Poniatowski alcanzó el grado de mariscal de Francia; Goya abasteció al Museo del Louvre de maestros españoles; Napoleón se proclamaba, en sus monedas, Rex Italicus. Los eternos descontentos, esparcidos en diez países diferentes de Europa, se hubiesen acercado los unos a los otros y, finalmente, hubiesen fraternizado, exactamente como lo hicimos nosotros en las filas de Las Waffen S. S., en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial.
Pero cada vez que esto ocurrió, fueron el exilio o la guerra, o la necesidad de ganar el pan de cada día o la voluntad de hierro de un hombre fuerte, el que lo provocó.
Normalmente, los pueblos de Europa quedaron siempre en el pequeño redil de sus fronteras. No las traspasaron — siempre con éxito— más que cuando fueron empujados fuera de ellas.
Estas fecundas experiencias, escalonadas en el tiempo, de los más diversos europeos uniéndose, tanto de Prusia como de Aquitania, de Flandes como de Andalucía o Sicilia, podían perfectamente repetirse y ampliarse. Ganada o perdida, la Segunda Guerra Mundial iba a proporcionar la arrancada inicial. Había obligado a todos los europeos y sobre todo a los que parecían más irreductibles adversarios, franceses y alemanes, a conocerse más de cerca y ello, les gustara o no, se detestaran o no, de grado o por fuerza. Esos cuatro años de enfrentamiento no resultarían del todo vanos. Ninguno iba a olvidar la cara del contrario. Los males momentos se olvidarían. Sólo se recordaría lo que de verdad contaba. La confrontación de los pueblos europeos se había realizado.
Durante los veinticinco años que siguieron a este enfrentamiento de 1940, otros contactos tuvieron lugar, y a la cadencia y velocidad propias de nuestra época. Decenas de millones de europeos han viajado cada año. Ya no es el extranjero un ser que se mira con recelo u odio, con desprecio o burla. Se convive con él. El Bresson ya no ve únicamente el universo a través de sus quesos azules y sus pollos anillados. El normando fue más allá de su fábrica de sidra y el belga de su jarra de cerveza. Millares de suecos y alemanes viven en la Costa del Sol malagueña.
El francés Michelin, a pesar de todo, se asoció con el italiano Agnelli y el alemán Gunther Sachs pudo casarse con una actriz y... divorciarse, sin que para ello la República Francesa se derrumbara. Hasta el general De Gaulle encontró interesante descubrir a los franceses que llevan en las venas sangre alemana, gracias a un tío abuelo devorador de chucrut, ¡nacido en la región en que se hicieron más populares los nazis!
Ahora, los jóvenes, frecuentemente, carecen incluso de sentido de la patria. Se sienten desnacionalizados. Se han creado su mundo, un mundo de audaces y extravagantes ideas, de trepidantes canciones, de largos y abundantes cabellos, de raídos pantalones, de llamativas camisas, de chicas abiertas con largueza a la confusión de las nacionalidades. El pequeño gallo francés de 1914 y la imponente águila alemana planeando sobre la ciudad dejaron de emitir sus quiquiriquis y gruñidos. Sus plumas, sus picos, sus continuas riñas, representan ya para la nueva generación piezas prehistóricas.
Este acercamiento europeo, incluso mundial, que sumergió, en un cuarto de siglo, siglos de historia, se ha operado sin ningún estimulante político, sólo a base de que los turistas circulen por millones de un país a otro, de que cada uno vea en el cine o en la televisión otros paisajes y horizontes. Las costumbres se han entremezclado tan naturalmente que semejan ya un verdadero cocktail en el que entran a formar parte los más variados ingredientes.
Bajo Hitler, ciertamente, el proceso de unificación se hubiese desarrollado más rápidamente aún, y sobre todo menos anárquicamente.
Una grande y común construcción política hubiera orientado y concentrado todas las tendencias.
En principio, millones de jóvenes, tanto alemanes como no alemanes, que habían luchado juntos desde el Vístula polaco al Volga ruso, se habían convertido, a base de esfuerzos y sufrimientos en común, en camaradas para toda la vida. Se conocían. Se estimaban. Las ridículas rivalidades europeas de antaño, manías de burgueses empedernidos, nos parecían irrisorias. Al llegar 1945, nosotros constituíamos un verdadero núcleo de un millón de combatientes S. S., unidos para siempre.
Europa, masa amorfa, nunca había contado con él. Ahora ya existía. Y en su existencia estaba el futuro. A la juventud se le iba a ofrecer un mundo nuevo, una Europa surgida de genios y de las armas.
Los millones de jóvenes europeos que sólo fueron testigos de la guerra, mientras consumían las conservas de papa y realizaban ensayos de mercado negro, iban a despertar a la misma tentación. En lugar de vegetar en Caudebecen-Caux o en Wuustwezel, dedicados durante cincuenta años a los arenques ahumados o las manzanas maduras, hubiesen dirigido toda su atención a las tierras sin fin del Este, que a todos se les ofrecían, tanto a los de la Frisia, como a los de Burdeos, a los de Baviera como a los de los Abruzos. Allí podrían todos forjarse una verdadera vida, de hombres, de creadores, de jefes.
Toda Europa hubiese sido traspasada por esta inmensa corriente de energía y dinamismo.
El ideal que había empapado, en tan pocos años, a toda la juventud del Tercer Reich, porque significaba la audacia, la entrega, el honor, la proyección hacia lo verdaderamente grande y hermoso, hubiese calado en lo más hondo de los demás jóvenes de Europa. ¡Ya no mas vidas mediocres! ¡Nada de horizontes obscuros y angostos! ¡Al diablo con la vida vulgar aferrada a la misma región, al mismo tajo, a la misma vivienda de siempre, a los mismos prejuicios de los padres y abuelos, inmovilizados en lo pequeño, en lo añejo y mohoso.
Un mundo vibrante empujaría a los jóvenes europeos a través de miles de kilómetros sin fronteras en donde airear los pulmones plenamente, descubrir nuevas y escondidas riquezas, conquistarlo todo con fe y alegría. Incluso los viejos hubiesen seguido, al fin y al cabo detrás de su dinero. En lugar de perderse en desabridos conciliábulos, en discusiones sin límite, en paradas de relojes bloqueados para prolongar los debates, la voluntad de hierro de un Jefe, las decisiones de equipos responsables y homogéneos que aquél organizaría para acometer adecuadamente su obra, hubiesen creado, en veinte años, una Europa real en vez de un congreso vacilante, compuesto por comparsas carcomidas por la desconfianza y las reservas mentales, una gran unidad política, social y económica sin círculos cerrados y sin individualísimos egoístamente nacionales.
¡Había que oír a Hitler exponer, en su barracón de madera, sus grandes proyectos para el futuro! Canales gigantescos unirían a todos los grandes ríos europeos, abiertos a los barcos de todos, del Sena al Volga, del Vistula al Danubio. Trenes de cuatro metros de ancho y de dos pisos, en el primero, las mercancías, en el segundo, los viajeros —rodando sobre vías elevadas, franquearían cómodamente los inmensos territorios del Este en donde los soldados de ayer hubiesen creado las explotaciones agrícolas y las industrias más modernas y pujantes que imaginarse pueda, destinadas a 500 millones de clientes europeos.
¿Qué representan?
Por fin, las escasas concentraciones, interminablemente discutidas, renqueantes sobre soportes artificiales, intentadas bajo la égida del actual Mercado Común, al lado de los grandes conjuntos que una autoridad real hubiese podido llegar a constituir, o a imponer si ello hubiera sido necesario. Las buenas económías europeas de entonces, disparatadas, contradictorias, hostiles entre si, agotándose en un interminable doble juego, egoístas y anárquicas, hubiesen sido impulsadas por el puño de hierro de un jefe a cumplir las leyes de una coproducción inteligente y de un interés común.
Durante veinte años hubiese el público gruñido, refunfuñado. Pero, al cabo de una generación, se hubiese llevado a cabo la unidad. Europa hubiese constituido para siempre la más potente unidad económica del orbe, y el más imponente hogar de inteligencia creadora de la historia. Las masas europeas hubiesen podido entonces respirar. Una vez ganada esta batalla de la unidad, se hubiese suavizado la disciplina.
¿Hubiese devorado Alemania a Europa?
El peligro existía. ¿Por qué no decirlo? El mismo peligro había existido anteriormente. La francia de Napoleón hubiese podido devorar Europa. Personalmente, no lo creo. Los diversos genios europeos, ya bajo el Emperador, se hubiesen compensado. La misma ambición de dominación esperaba, incontestablemente, a la Europa hitleriana. Los alemanes tienen reputación de comer mucho... Algunos consideraban a Europa como un plato propio. Eran capaces de tragarse todo y esperaban, tensos, la ocasión.
¡Por supuesto que si!
Y nosotros nos dábamos cuenta de ello. Lo temíamos. De lo contrario hubiésemos sido unos memos o, por lo menos, unos ingenuos, lo que, en política, viene a ser lo mismo. Adoptamos nuestras precauciones, tomando, lo más firmemente posible, posiciones de control o de prestigio con las que poder defendernos y capear lo mejor posible el temporal.
Ello tenia sus riesgos, es cierto. Negarlo seria imbécil. Pero también existían motivos de confianza que eran bastante convincentes. En primer lugar, Hitler era un hombre acostumbrado a ver lejos y al que el exclusivismo alemán no le ahogaba. Había sido austriaco, después alemán, luego germánico. A partir de 1941 ya había superado todas estas etapas: era europeo. El genio sobrevuela fronteras. Y razas; Napoleón, por su parte, no había sido al principio mas que corso y corso antifrancés. Al final, en Santa Elena, hablaba del como de un pueblo querido, pero no el suyo exclusivo. ¿Qué quiere el genio? Superarse continuamente. Mientras más considerable es la masa a moldear, más en su elemento está.
Europa, para Hitler, era una construcción de talla digna de él. Alemania no era más que un inmueble importante que él había edificado y que ahora observaba con complacencia. Pero él iba más lejos. Por su parte no existía ningún peligro real con la alemanización de Europa. Esta alemanización se encontraba en el extremo opuesto de todo lo que su ambición, su orgullo, su genio, vislumbraban y le dictaban.
¿Que había otros alemanes?
Si, pero también había otros europeos. Y estos otros europeos poseían cualidades propias, excepcionales, indispensables a los alemanes, sin las que su Europa no hubiese sido más que un pan mal amasado. Me refiero, fundamentalmente, al genio francés. Nunca hubiesen podido los alemanes, para dar vida a Europa arreglarse sin el genio francés, aunque no hubiesen querido recurrir al mismo y aunque, como era el caso de algunos, lo despreciaran.
Nada era posible y nada será nunca posible en Europa sin la finura y la gracia francesas, sin la vivacidad y la claridad del espíritu francés. El pueblo francés tiene una rápida inteligencia. Con ella capta, asimila, traspone, transfigura. El gusto francés es perfecto. Jamás se volverá a realizar una segunda Cúpula de los Inválidos. Nunca existirá otro río tan encantador como el Loira. Jamás habrá una elegancia, un encanto, un placer de vivir como en París.
La Europa de Hitler hubiese sido amazacotada al principio. Al lado de un Goering, señor del Renacimiento, que poseía el sentido de lo fastuoso y de lo artístico, y de un Goebbels, inteligente y vivo como una ardilla, muchos jefes hitierianos eran burdos, vulgares como arrieros, sin gusto, repartiendo su doctrina, sus ideas, sus órdenes, como la carne picada o sacos de abonos orgánicos. Pero, precisamente por esta pesadez, el genio francés le hubiese sido indispensable a esta nueva Europa. Hubiese hecho maravillas en su seno. En diez años lo hubiese marcado todo.
El genio italiano también hubiese hecho contrapeso a la potencia demasiado tosca de los germanos. Con frecuencia se ha hecho burla de los italianos. Se ha visto, sin embargo, después de la guerra, de qué eran capaces. Tan fácilmente como lo vienen haciendo en el seno del Mercado Común, ellos hubiesen invadido a la Europa hitleriana con su moda elegante, sus impecables zapatos, sus rápidos y ligeros coches.
Igualmente hubiese intervenido el genio ruso, y de una manera considerable, estoy seguro, en el refinamiento de una Europa demasiado alemana en donde doscientos millones de eslavos del Este iban a ser integrados. Cuatro años viviendo mezclados al pueblo ruso, hicieron que los combatientes antisoviéticos lo estimaran; admiraran y amaran.
La desgracia reside en que, desde hace medio siglo, las virtudes de esos doscientos millones de brava gente se encuentran ahogadas— y peligran de estarlo aún bastante tiempo— bajo la enorme losa de plomo del régimen soviético.
Este pueblo es tranquillo, sensible, inteligente y artista y posee al mismo tiempo el don de las matemáticas, lo que no resulta contradictorio: la ley de los números es la base de todas las artes.
Por otra parte, era mil veces menos nacionalista que los otros pueblos de Europa, hinchados ruidosamente por siglos de luchas fanáticas y fratricidas. Al penetrar en Rusia, los alemanes, que habían estado sometidos a un adoctrinamiento nazi demasiado primitivo, imaginaban que los únicos seres realmente de valor del universo eran los de raza aria y que, obligatoriamente, debían ser gigantes, bien constituidos, más rubios que el té y los ojos azules como el cielo andaluz.
Resultaba todo esto bastante cómico, puesto que Hitler no era grande y tenia el cabello castaño, aunque si unos atrayentes ojos azules. A Himmler le ocurría lo mismo. Goebbels tenia una pierna más corta que otra, era bajo y de tez morena. Zeep Dietrich tenia el aspecto de un encargado de bar marsellés. Borman era encorvado como un campeón ciclista retirado. ¡Aparte algunos gigantes, que servían el aperitivo en la terraza de Berchtesgaden, los superhombres de pelo oxigenado y ojos azulados no abundaban, como se ve, al lado de Hitler!
Puede imaginarse la sorpresa de los alemanes, atravesando Prusia y no encontrando más que rubios de ojos azules, tipos exactos de estos arios perfectos a los que se les había obligado a admirar en exclusiva. ¡Rubios! ¡Y rubias! ¡Y qué rubias! Grandes campesinas, espléndidas, fuertes, de ojos celestes, más naturales y sanas que las que habla podido reunir la HitlerJugend.
¡No podía imaginarse siquiera raza más típicamente adaptada a los sacrosantos cánones del hitlerismo!
En seis meses se hizo rusófilo todo el ejército alemán.
Se fraternizaba con los campesinos por todas partes. ¡Y con las campesinas! Como ocurrió con Napoleón, Europa se formaba también en los brazos de las europeas y, en este caso, de estas bellas jóvenes rusas, hechas para el amor y la fecundidad y a las que se vio, durante la retirada, seguir frenéticamente, entre el fragor de los más terribles combates, a los Eric, los Walter, los Karl, los Wolfgang que les habían enseñado, en los momentos de descanso, el placer de amar y su encanto, aunque ello viniera del Oeste.
Algunos profesores nazis profesaban teorías violentamente antieslavas. Pero éstas no hubiesen resistido más de diez años de compenetración ruso-germánica. Los rusos de ambos sexos hubiesen conocido al alemán rápidamente. Ya empezaban a conocerlo bien. Encontrábamos manuales alemanes en todas las escuelas. El lazo del idioma se hubiese desarrollado en Rusia más rápidamente que en cualquier otro lugar de Europa.
El alemán posee admirables cualidades de técnico y de organizador. Pero el ruso, soñador, es más imaginativo y más vivo de espíritu. Uno hubiese completado al otro. Los lazos de sangre hubiesen hecho el resto. Los jóvenes alemanes, a pesar de lo que hubiese querido hacer en contra la propaganda, hubiesen desposado a cientos de miles de jóvenes rusas. Les gustaban. La creación de la Europa del Este se hubiese completado de la forma más agradable. La conjunción germano-rusa hubiese hecho maravillas.
Si, el problema era gigantesco: soldar quinientos millones de europeos que no tenían, al principio, ningún deseo de coordinar su trabajo, de acoplar sus esfuerzos, de armonizar sus caracteres, sus particulares caracteres. Pero Hitler llevaba en sì mismo el genio y el poder suficientes para imponer y realizar esta obra gigante en la que hubiesen fracasado cientos de políticos mediocres y vulgares. Millones de soldados hubiesen estado allí para secundar su acción de paz, soldados llegados de toda Europa, los de la División Azul y los de los países bálticos, los de la División Flandes y los de los Balcanes, los de la División francesa Carlomagno y sus cientos de miles de camaradas de treinta y ocho divisiones de las Waffen S. S.
Sobre la península reducida que subsistió en el Oeste de Europa, después del naufragio del Tercer Reich, se han edificado, al fin y al cabo, los cimientos, mal afirmados, poco estables, de un Mercado Común muy híbrido, foco de rivalidades. Bien. Pero una verdadera Europa, animada por un ideal heroico y revolucionario, construida a lo grande, hubiese tenido sin embargo otro aspecto bien distinto. La vida de la juventud de toda Europa hubiese tomado otros derroteros y sentidos que los de los beatniks errantes y protestatarios, justamente rebelados contra unos regímenes democráticos que fueron incapaces de darles, después de 1945, unos objetivos que pudieran entusiasmarles y que, por el contrario, les hastiaron durante los años de la postguerra.
Tras diversos tira y afloja, Los distintos pueblos europeos se hubiesen sorprendido de ver que se completaban mutuamente tan bien. Los plebiscitos populares hubiesen confirmado, vivos nosotros aún, que la Europa de la fuerza se habìa convertido, desde los Pirineos al Ural, en la Europa libre, la comunidad de quinientos millones de europeos aquiescentes.
Es una pena que Napoleón, en el siglo XIX, fracasara. La Europa, fundida en el crisol de su epopeya, nos hubiese ahorrado muchos males y, sobre todo, las dos guerras mundiales. Hubiese tomado a tiempo, en sus hábiles manos, la gran máquina del universo, en lugar de dejar que cada uno de nuestros países se agotara, lejos del continente, en absurdas rivalidades colonialistas, a menudo abyectas y odiosas y que, a la larga, se revelaron como poco remunerativas.
Igualmente resulta lastimoso que en el siglo XX fracasara Hitler a su vez. El comunismo hubiese sido barrido del mapa. Los Estados Unidos no hubiesen plegado el universo a la dictadura de las conservas. Y después de veinte siglos de simples balbuceos y esfuerzos baldíos, los hijos de quinientos millones de europeos, unidos quizá a pesar de ellos al principio, hubiesen gozado por fin de la unidad política, social, económica e intelectual más poderosa del planeta.
¿Hubiese sido una Europa de campos de concentración ?
¡Ya se ha utilizado demasiado este estribillo! ¡Como si no hubiese habido otra cosa en aquella Europa en construcción! ¡Como si, tras la caída de Hitler, no hubiesen continuado los hombres con su propio exterminio en Asia, en América, incluso en Europa, en las calles de Praga o de Budapest!
¡Como si las invasiones, las violaciones de territorios, los abusos de poder, los complots, los raptos políticos no hubiesen florecido más que nunca, en Vietnam, en Santo Domingo, en Venezuela, en la Bahía de los Cochinos de Cuba, en Argelia, en Indochina, en Biafra, y hasta en el mismísimo París, a propósito del asunto Ben Barka, ya olvidado!
Otro ejemplo lo constituye también lo ocurrido en el Próximo Oriente. ¡Por qué no decirlo! No es Hitler precisamente, sino el israelita Dayan el que montó sin más aviso sus operaciones relámpago, el que lanzó sus carros de combate hasta el canal de Suez y ocupó a !a fuerza territorios de los árabes tres veces mayores que los suyos, Los guardó a pesar de todas las conferencias de la ONU, y encerró los pueblos ocupados en miserables campos de concentración.
Hay que estar— ¡si!— contra la violencia, pero contra todas las violencias. No solamente contra las violencias de Hitler, sino también contra las violencias del primer ministro francés Mollet, cuando lanzó millares de paracaidistas sobre el canal de Suez en 1956, con tanta premeditación como alevosía; contra las violencias galas en Argelia, donde miles de crímenes de guerra se perpetraron con el beneplácito de los sucesivos gobiernos franceses; contra las violencias de los americanos machacando, a quince mil kilómetros de Massachussetts o de Florida, a los vietnamitas, exterminando atrozmente a multitud de mujeres y de niños indefensos; contra las violencias de los ingleses atiborrando de armas a los nigerianos para recuperar los pozos de petróleo supercapitalistas gracias a un millón de cadáveres biafreños, entre los cuales centenares de millares de chiquillos muertos de hambre, verdadero e implacable genocidio; contra las violencias de los soviets, que aplastaron bajo sus carros de combate a húngaros y checos que se resistían a su tiranía; y contra las violencias repetidas de Israel, conquistando, aplastando, multiplicando raptos y represalias.
Idénticos reparos respecto a los crímenes de guerra.
Se arrastró a los vencidos a Nuremberg, se les encerró en celdas como a monos, se prohibió a sus defensores hacer uso de los documentos que hubieran podido molestar o comprometer a los acusadores, fundamentalmente los que hacían referencia a las matanzas, en Katyn, de quince mil oficiales polacos, ¡sólo porque los representantes de Stalin—el supremo asesino del siglo— formaban parte del Tribunal de Crímenes de Guerra de Nuremberg, en cuyo banquillo tenia que haberse sentado el propio jefe de la URSS.
Si se pretende recurrir a tal procedimiento, que valga para todos los criminales, no sólo para los criminales alemanes, sino también para los criminales ingleses que masacraron a doscientos mil inocentes en el bombardeo monstruoso de Dresde, a los criminales franceses que, sin juicio alguno, fusilaron en su territorio en el otoño de 1944 a prisioneros alemanes sin defensa, a los criminales americanos que trituraron los órganos sexuales de los prisioneros S. S. de Malmédy, en 1945, y experimentaron sin necesidad militar sobre un Japón vencido, que ofrecía desde hacia tres meses la capitulación, la madre monstruosa de todo el chantaje mortal de ahora, la bomba atómica de Hiroshima.
Este procedimiento debería valer igualmente para los criminales soviéticos que clausuraron la Segunda Guerra Mundial con horribles e innumerables crueldades llevadas a cabo metódicamente en la Alemania del Este y que hacinaron a millones de personas en sus inmensos campos de concentración instalados en el Mar Blanco y en Siberia.
Y sin embargo estos campos no se cerraron después de la Segunda Guerra Mundial como los supuestos del Tercer Reich, con los que, veinticinco años después de la liquidación, nos siguen martilleando los oídos. Estos campos soviéticos siguen existiendo hoy día. Siguen funcionando en la actualidad. A ellos se siguen enviando miles de seres humanos que tuvieron la desgracia de caer mal a los señores Brejnev, Kossyguine y demás inocentes corderos democráticos.
Sobre estos campos, en plena actividad, en donde los soviets encierran incansablemente a todos los que se oponen a su dictadura, nadie osa pronunciar una solo palabra de protesta sincera entre los chillones de la democracia.
Ninguno de éstos se irrita siquiera, ni pide sanciones internacionales.
Lo mismo ocurre frente a las desobediencias de Israel a las decisiones clarísimas y repetidas de la ONU. ¿Qué pasa entonces? ¿Dónde está la preocupación para la verdad y la equidad? ¿Dónde está la buena fe? ¿Dónde la farsa?
¿Quién es más repugnante? ¿El que mata o el que representa la comedia de la virtud y se calla?
Viendo la impunidad total de que gozan los criminales de paz y de guerra, sólo porque no son alemanes, todos los malhechores de la posguerra se han aprovechado, torturando hasta la muerte a un Lumumba, eliminando un Tshombe en Argelia, acribillando con metralletas a un Ché Guevara en Bolivia; asesinando, revólver en mano, ante la prensa, a los prisioneros, en pleno Saigón; absorbiendo territorios ajenos en todas las fronteras de Israel; organizando, con las más poderosas complicidades, en Texas como en California, la carnicería pública de los Kennedy porque molestaban a los reales tenedores del poder —Pentágono y alta finanza— abrigados con la manta de Los Estados Unidos.
¡Todos los criminales políticos al banquillo! ¡Cualesquiera que sean y donde quiera que estén!.
De lo contrario, tantas virtuosas protestas de censores indignados cuando se trata de Hitler y mudos cuando ya no se trata de él, no constituyen más que abyectas comedias, tendentes a convertir el espíritu de justicia en espíritu de venganza y la critica de la violencia en la más tortuosa de las hipocresías.
¡Paz a los muertos que cayeron bajo Hitler! Pero el tam-tam infernal repetido incansablemente sobre sus tumbas por los falsos puritanos de la democracia termina por resultar indecente. Hace más de veinte años que se reitera, a través del mundo, este escandaloso chantaje, escandaloso porque se perpetra con tanto partidismo como cinismo. El sentido único está bien para las calles estrechas. Pero no resulta adecuado para la Historia. Esta no consiente que se la convierta en un callejón sin salida, en donde esperan al acecho los provocadores de odio eterno, los sepulcros blanqueados, los falsificadores y los impostores. El balance es el balance.
A pesar de la derrota en Rusia, a pesar de que Hitler terminara abrasado, a pesar de que Mussolini fuera colgado, habrán sido— junto con la instauración y la consolidación de los soviets en Rusia— el gran acontecimiento del siglo.
Algunas de las preocupaciones del Hitler de 1930 se han esfumado.
La nación del espacio vital ha sido superada. La prueba está en la Alemania del Oeste, reducida a la tercera parte del territorio del Tercer Reich, y que es hoy día más rica y poderosa que el Estado hitleriano de 1939. Los transportes internacionales y los marítimos a bajo precio han cambiado todo. Sobre una roca pelada, pero bien situada, se puede hoy instalar la más potente industria del mundo, como se ha visto en el Japón. El campesinado, extraordinariamente favorecido por los fascismos, pasó en todas partes a un segundo plano. Una finca inteligentemente industrializada reporta más, en los momentos presentes, que cien explotaciones sin racionalizar y sin disponer del material moderno adecuado. Antaño mayoría, los campesinos no constituyen hoy sino una minoría, cada vez más reducida. El pastoreo y el cultivo, dejaron de ser los pechos de los pueblos, sobrealimentados o no disponiendo de dinero para alimentarse.
Incluso las doctrinas sociales que no tenían en cuenta más que el capital anónimo y el trabajo individual, están superadas. Un tercer elemento interviene cada vez más: la materia gris. La economía dejó de ser un matrimonio de dos para pasar a serlo de tres. Un gramo de inteligencia creadora tiene más importancia, frecuentemente, que un tren cargado de carbón o de pirita. El cerebro ha llegado a convertirse en la materia prima por excelencia. Un laboratorio de investigaciones científicas puede valer más que una cadena de montaje. Antes que el capitalista y que el trabajador, el investigador.
Sin él, sin sus equipos altamente especializados, sin sus computadoras y sin sus estadísticas, el capital y el trabajo son simples cuerpos muertos. Hasta los mismos Krupp y los Rotschild han debido ceder el puesto a cabezas mejor dotadas. La evolución de estos problemas, ya evidentes en 1940, no tomó por sorpresa a Hitler. Él leía todo, estaba al corriente de todo. Sus laboratorios atómicos fueron los primeros del mundo. Lo propio del genio es superarse siempre. Hitler, hogar imaginativo en continua combustión, hubiese previsto el acontecimiento y el cambio.
Había, ante todo, formado hombres. Alemania, Italia también, a pesar de ser los vencidos, los aplastados (el III Reich no era, en 1945, más que un fabuloso montón de ladrillos y cascotes) no tardaron mucho en situarse a la cabeza de Europa. ¿Por qué? Porque la gran escuela del hitlerismo y del fascismo, había creado y había formado a miles de jóvenes jefes, había impregnado de personalidad a miles de seres y les había revelado, en circunstancias excepcionales, sus dotes de organización y de mando que la rutina idiota, semi - burguesa, de los tiempos precedentes, no les habría permitido nunca poner en juego. El milagro alemán de después de 1945 fue eso: una generación, triturada materialmente, había sido preparada insuperablemente para el papel de dirigentes por una doctrina basada en la autoridad, en la responsabilidad, en el espíritu de iniciativa; en la prueba de fuego, esta doctrina había dado a los caracteres el temple del mejor acero, y esto, en los momentos en los que hacía falta levantarlo todo, rehacerlo todo, se reveló como una innumerable palanca. Pero Alemania e Italia no fueron las únicas que se vieron afectadas por el gran huracán hitleriano. Nuestro siglo se había conmovido por él hasta en sus fundamentos, transformado en todos los ámbitos, tanto si se trata del Estado, de las relaciones sociales, de la economía, o de la investigación científica.
El actual despliegue de descubrimientos modernos, desde la energía nuclear a la miniaturización, fue Hitler ¡tápense las orejas, si quieren, pero es así! el que lo puso en marcha mientras Europa dormía el sueño de los gandules sin ver más allá de sus narices. ¿Qué hubiese sido de un von Braun, joven y fuerte germano, totalmente desconocido y sin recursos, sin Hitler? Durante los más ingratos años, éste le empujó, le estimuló. Goebbels tomó el relevo a veces, sosteniendo a von Braun con su amistad. Incluso en 1944, este ministro el más inteligente de los ministros de Hitler dejaba a un lado sus ocupaciones para animar personalmente a von Braun en la intimidad. Como éste, se dieron centenares de casos. Tenían talento. Pero, ¿qué hubiesen hecho solo con su talento? Los americanos sabían muy bien que el porvenir científico del mundo entero estaba allí, en los laboratorios de Hitler. Mientras se dejaban complacientemente presentar como los reyes de la ciencia y de la técnica, no tuvieron otra preocupación, al resultar vencedores en mayo de 1945, que el precipitarse a través del territorio del III Reich, aún humeante, para intentar recuperar a cientos de sabios atómicos. Los soviets llevaron a cabo una operación similar. Transportaron a Moscú a los sabios de Hitler por trenes enteros. A todos los que se les unieron, los americanos les tendieron puentes de oro. Los Estados Unidos hicieron jefe de su inmenso complejo nuclear al von Braun de Hitler, del Hitler a quien la América moderna debe tanto, el que, ya en agosto de 1939, antes, pues, de que la guerra de Polonia comenzara, hizo lanzar el primer cohete del mundo a los cielos de Prusia. Ese día empezó el mundo moderno. Así como la pólvora mortífera prestó inmensos servicios a la humanidad, la energía nuclear, cuya era inauguró Hitler en 1939, transformará los siglos futuros.
En este aspecto, como en el social, los detractores de Hitler no vienen a ser más que tardíos y burdos imitadores. ¿Qué otra cosa es el Centro Francés de Investigaciones de Pierrelate, que una imitación frágil, incompleta, de la base hitleriana de Peenemunde, con veinticinco años de retraso? Desaparecido Hitler, el mundo democrático se ha mostrado incapaz de crear algo verdaderamente nuevo en los sectores político y social. Ni ha podido corregir lo viejo. No ha podido siquiera reparar las viejas estructuras, de antes de la guerra. De Nasser a De Gaulle, de Tito a Castro, de Argelia a Sudán, del Congo a Perú, por donde quiera que se mire, entre los viejos países que intentan resurgir del pasado, entre los nuevos de un tercer mundo que despierta, por todas partes salen a relucir las mismas fórmulas hitlerianas: nacionalismo y socialismo y, a la cabeza, el hombre fuerte, encarnación y guía del pueblo, orientador de voluntades, creador de ideal y de fe. El mito democrático al viejo estilo, pomposo, charlatán, incompetente, estéril, ya no es más que un globo desinflado que dejó de atraer e interesar y que incluso causa la hilaridad de la juventud. ¿Quién se preocupa todavía de los viejos partidos y de sus viejos bonzos, devaluados y olvidados? Pero, ¿quién olvidará alguna vez a Hitler y a Mussolini? Millones de nuestros muchachos murieron, tras una horrible odisea. ¿Qué ha sido, allá, a lo lejos, de sus pobres tumbas? Nuestras vidas, las de los supervivientes, fueron zarandeadas, destrozadas, definitivamente eliminadas. Pero los fascismos, para los que nosotros vivimos, modelaron nuestra época para siempre. En nuestra desgracia, no deja de ser esto nuestro gran consuelo.
El telón de la Historia puede caer sobre Hitler y Mussolini, como cayó sobre Napoleón. Los enanos ya no podrán cambiar nada.
La gran revolución del siglo XX está hecha.
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