Arthur Machen nació en 1863 en el País de Gales, en Caerlson-on-Usk, minúsculo pueblo que fue sede de la Corte del Rey Arturo. Machen se instaló en Londres siendo muy joven. Estuvo unos meses de dependiente en una librería, después hizo de preceptor, y se dio cuenta que era incapaz de ganarse la vida en sociedad. Según sus propias palabras "...un inmenso golfo espiritual le separaba de los otros hombres..." y tenía que aceptar cada vez más ésta vida de un "Robinson Crusoe del alma".
Publicó numerosos relatos fantásticos, trabajo como bibliotecario, periodista y actor de teatro, malviviendo de cuando en cuando.
Publicó numerosos relatos fantásticos, trabajo como bibliotecario, periodista y actor de teatro, malviviendo de cuando en cuando.
Algunos se inclinan a pensar que Machen, quien fue ignorado cuando intentó revelar secretas realidades fantásticas, tenía la facultad incosciente de invocar fuerzas ocultas que se levantaban y tomaban tal o cual forma a la llamada de su imaginación, tan a menudo ligada a las verdades esenciales, y que tal vez había realizado una profunda labor sin él saberlo.
La Gente Blanca
(Arthur Machen)
Ambrosio dijo:
—Brujería y santidad, he aquí las únicas realidades. —Y prosiguió—: La magia tiene una justificación en sus criaturas: comen mendrugos de pan y beben agua con una alegría mucho más intensa que la del epicúreo.
—Os referías a los santos?
—Sí. Y también a los pecadores. Creo que vos caéis en el error frecuente de quienes limitan el mundo espiritual a las regiones del bien supremo. Los seres extremadamente perversos forman también parte del mundo espiritual. El hombre vulgar, carnal y sensual, no será jamás un gran santo. Ni un gran pecador. En nuestra mayoría, somos simplemente criaturas de barro cotidianas sin comprender el significado profundo de las cosas, y por ésto el bien y el mal son en nosotros idénticos: de ocasión, sin importancia.
—¿Pensáis, pues, que el gran pecador es un asceta, lo mismo que el gran santo?
—Los grandes, tanto en el bien como en el mal, son los que abandonan las copias imperfectas y se dirigen a los originales perfectos. Para mí, no existe la menor duda: los más excelsos, entre los santos, jamás hicieron una "buena acción", en el sentido corriente de la palabra. Por el contrario, existen hombres que han descendido hasta el fondo de los abismos del mal, y que, en toda su vida, no han cometido jamás lo que vosotros llamáis una "mala acción".
Se ausentó un momento de la estancia; Cotgrave se volvió a su amigo y le dio gracias por haberle presentado a Ambrosio.
—Es formidable —dijo—. Jamás había visto un chalado de esta clase.
Ambrosio volvió con una nueva provisión de whiskey y sirvió a los dos hombres con largueza. Criticó con ferocidad la secta de los abstemios, pero se sirvió un vaso de agua. Iba a reanudar su monólogo cuando Cotgrave le atajó:
—Vuestras paradojas son monstruosas. ¿Puede un hombre ser un gran pecador sin haber hecho nunca nada culpable? ¡Vamos, hombre!
—Os equivocáis completamente —dijo Ambrosio—, pues soy incapaz de paradojas: ¡ojalá pudiera hacerlas! He dicho, simplemente, que un hombre puede ser un gran conocedor de vinos de Borgoña sin haber entrado jamás en una taberna. Eso es todo, y ¿no os parece más una perogrullada que una paradoja? Vuestra reacción revela que no tenéis la menor idea de lo que puede ser el pecado. ¡Oh!, naturalmente existe una relación entre el Pecado con mayúscula y los actos considerados como culpables: asesinato, robo, adulterio, etc. Exactamente la misma relación que existe entre el alfabeto y la poesía más genial. Vuestro error es casi universal: os habéis acostumbrado, como todo el mundo, a mirar las cosas a través de unas gafas sociales. Todos pensamos que el hombre que nos hace daño, a nosotros, o a nuestros vecinos, es un hombre malo. Y lo es, desde un punto de vista social. Pero, ¿no podéis comprender que el mal, en su esencia, es una cosa solitaria, una pasión del alma? El asesino corriente, como tal asesino, no es en modo alguno un pecador en el verdadero sentido de la palabra. Es sencillamente una bestia peligrosa de la que debemos librarnos para salvar nuestra piel. Yo lo clasificaría mejor entre las fieras que entre los pecadores.
—Todo esto me parece muy confuso.
—Pues no lo es; el asesino no mata por razones positivas, sino negativas; le falta algo que poseen los no-asesinos. El Mal, por el contrario, es totalmente positivo. Pero positivo en el sentido malo. Y es muy raro. Sin duda hay menos pecadores verdaderos que santos. En cuanto a lo que llamáis criminales, son seres molestos, desde luego, y de los que la sociedad hace bien en guardarse; pero entre sus actos antisociales y el Mal existe un gran abismo, ¡creedme!
Se hacía tarde. El amigo que había llevado a Cotgrave a casa de Ambrosio había sin duda oído esto otras veces. Escuchaba con sonrisa cansada y un poco burlona, pero Cotgrave empezaba a pensar que su "alienado" era tal vez un sabio.
—¿Sabéis que me interesáis enormemente? —dijo—. ¿Opináis, pues, que no comprendemos la verdadera naturaleza del Mal?
—Lo sobreestimamos. O bien lo menospreciamos. Por una parte, llamamos pecado a las infracciones sociales. Es una exageración absurda. Por otra parte, atribuimos una importancia tan enorme al "pecado" que consiste en meter mano a nuestros bienes o a nuestras mujeres, que hemos perdido absolutamente de vista lo que hay de horrible en los verdaderos pecados.
—Entonces, ¿qué es el pecado?— dijo Cotgrave.
—Me veo obligado a responder a su pregunta con otras preguntas. ¿Qué experimentaría si su gato o su perro empezaran a hablarle con voz humana? ¿Y si las flores de su jardín se pusieran a cantar? ¿Y si las piedras del camino aumentaran de volumen ante sus ojos? Pues bien, éstos ejemplos pueden darle una vaga idea de lo que es realmente el pecado.
—Escuchen —dijo el tercer hombre, que hasta entonces había permanecido muy tranquilo—, me parece que los dos están locos de remate. Me marcho a mi casa. He perdido el tranvía y me veré obligado a ir a pie.
Ambrosio y Cotgrave se arrellanaron aún más en sus sillones después de su partida. La luz de los faroles palidecía en la bruma de la madrugada, que helaba los cristales.
—Me asombra usted —dijo Cotgrave—. Jamás había pensado en todo esto. Si es realmente así, hay que volverlo todo del revés. Entonces, según usted, la esencia del pecado sería...
—Querer tomar el cielo por asalto —respondió Ambrosio—. El pecado consiste, en mi opinión, en la voluntad de penetrar de manera prohibida es otra esfera más alta. Esto explica que sea tan raro. En realidad, pocos hombres desean penetrar en otras esferas, mas altas o bajas, y de manera autorizada o prohibida. Hay pocos santos. Y los pecadores, tal como yo los entiendo, son todavía más raros. Y los hombres de genio (que a veces participan de aquellos dos) también escasean mucho... Pero puede ser más difícil convertirse en un gran pecador que en un gran santo.
—¿Porque el pecado es esencialmente naturaleza?
—Bueno. La santidad exige un esfuerzo igualmente grande, pero un esfuerzo que se realiza por caminos que eran antaño naturales. Se trata de volver a encontrar el éxtasis que conoció el hombre antes de la caída. En cambio, el pecado es una tentativa de obtener un éxtasis y un saber que no existen y que jamás han sido dados al hombre, y el que lo intenta se convierte en demonio. Ya le he dicho que el simple asesino no es necesariamente un pecador. Esto es cierto; pero el pecador es a veces un asesino. Pienso en Gilles de Rais, por ejemplo. Considere que, si bien el bien y el mal están igualmente fuera del alcance del hombre contemporáneo, del hombre corriente, social y civilizado, el mal lo está en un sentido mucho más profundo. El santo se esfuerza en recobrar un don que ha perdido; el pecador persigue algo que no ha poseído jamás. En resumidas cuentas, reproduce la Caída.
—¿Es usted católico? —preguntó Cotgrave.
—Sí, soy miembro de la Iglesia anglicana perseguida.
—Entonces, ¿qué me dice de esos textos en que se denomina pecado lo que usted califica de falta sin importancia?
—Advierta, por favor, que en esos textos de mi religión aparece reiteradamente el nombre de "mago", que me parece la palabra clave. Las faltas menores, que se denominan pecados, sólo se llaman así en la medida que el mago perseguido por mi religión está detrás del autor de éstos pequeños delitos. Pues los magos se sirven de las flaquezas humanas resultantes de la vida material y social, como instrumentos para alcanzar su fin infinitamente excecrable. Y permita que le diga esto: nuestros sentidos superiores están tan embotados, estamos hasta tal punto saturados de materialismo, que seguramente no reconoceríamos el verdadero mal si nos tropezáramos con él.
—Pero, ¿es que no sentiríamos, a despecho de todo, un cierto horror, este horror de que se hablaba hace un momento, al invitarme a imaginar unas rosas que rompiesen a cantar?
—Si fuésemos seres naturales, sí. Los niños, algunas mujeres y los animales sienten este horror. Pero, en la mayoría de nosotros, los convencionalismos, la civilización y la educación han embotado y oscurecido la naturaleza. A veces podemos reconocer el mal por el odio que manifiesta al bien y nada más; pero esto es puramente fortuito. En realidad, los Jerarcas del Infierno pasan inadvertidos a nuestro lado.
—¿Piensa que ellos mismos ignoran el mal que encarnan?
—Así lo creo. El verdadero mal, en el hombre, es como la santidad y el genio. Es un éxtasis del alma, algo que rebasa los límites naturales del espíritu, que escapa a la conciencia. Un hombre puede ser infinita y horriblemente malo, sin sospecharlo siquiera. Pero repito; el mal, en el sentido verdadero de la palabra, es muy raro. Creo incluso que cada vez lo es más.
—Procuro seguirlo —dijo Cotgrave—. ¿Cree usted que el Mal verdadero tiene una esencia completamente distinta de lo que solemos llamar el mal?
—Absolutamente. Un pobre tipo excitado por el alcohol vuelve a su casa y mata a patadas a su mujer y a sus hijos. Es un asesino. Gilles de Rais es también un asesino. Pero, ¿advierte usted el abismo que los separa? La palabra es accidentalmente la misma en ambos casos, pero el sentido es totalmente distinto. Cierto que el mismo débil parecido existe entre todos los pecados _sociales_ y los verdaderos pecados espirituales, pero son como la sombra y la realidad. Si usted es un poco teólogo, tiene que comprenderme.
—Le confieso que no he dedicado mucho tiempo a la teología —observó Cotgrave—. Lo lamento; pero, volviendo a nuestro tema, ¿cree usted que el pecado es una cosa oculta, secreta?
—Sí. Es el milagro infernal, como la santidad es el milagro sobrenatural. El verdadero pecado se eleva a un grado tal que no podemos sospechar en absoluto su existencia. Es como la nota más baja del órgano, tan profunda que nadie la oye. A veces hay fallos, recaídas, que conducen al asilo de locos o a desenlaces todavía más horribles. Pero en ningún caso debe confundirlo con la mala acción social. Acuérdese del Apóstol: hablaba del otro lado y hacía una distinción entre las acciones caritativas y la caridad. De la misma manera que uno puede darlo todo a los pobres y, a pesar de ello, carecer de caridad, puede evitar todos los pecados y, sin embargo, ser una criatura del mal.
—¡He aquí una psicología interesante! —dijo Cotgrave—. Pero confieso que me gusta. Supongo que, según usted, el verdadero pecador podría pasar muy bien por un personaje inofensivo, ¿no es así?
—Ciertamente. El verdadero mal no tiene nada que ver con la sociedad. Y tampoco el Bien, desde luego. ¿Cree usted que se sentiría a gusto en compañía de san Pablo? ¿Cree usted que se entendería con Sir Galahad? Lo mismo puede decirse de los pecadores. Si usted encontrase a un verdadero pecador, y reconociese el pecado que hay en él, sin duda se sentiría horrorizado. Pero tal vez no existiría ninguna razón para que aquel hombre le disgustara. Por el contrario, es muy posible que, si lograba olvidar su pecado, encontrase agradable su trato. ¡Y, sin embargo...! ¡No! ¡Nadie puede adivinar cuán terrible es el verdadero Mal...! ¡Si las rosas y los lirios del jardín se pusieran a cantar esta madrugada, si los muebles de esta casa empezaran a desfilar en procesión como en el cuento de Maupassant...!.
—Celebro que vuelva a esta comparación —dijo Cotgrave—, pues quería preguntarle a qué corresponden en la Humanidad, estas proezas imaginarias de las cosas que usted cita. Repito: ¿qué es, pues, el pecado? Quisiera que me diera usted un ejemplo concreto.
Por primera vez, Ambrosio vaciló.
—Ya le he dicho que el verdadero Mal es muy raro. El materialismo de nuestra época, que tanto ha hecho para suprimir la santidad, tal vez ha hecho más aún para suprimir el mal. Encontramos la tierra tan cómoda, que no sentimos deseos de subir ni de bajar. Todo ocurre como si el especialista del Infierno realizase trabajos puramente arqueológicos.
—Sin embargo, tengo entendido que sus investigaciones se han extendido hasta la época actual.
—Veo que está usted realmente interesado. Pues bien, confieso que he reunido, en efecto, algunos documentos que...
—Brujería y santidad, he aquí las únicas realidades. —Y prosiguió—: La magia tiene una justificación en sus criaturas: comen mendrugos de pan y beben agua con una alegría mucho más intensa que la del epicúreo.
—Os referías a los santos?
—Sí. Y también a los pecadores. Creo que vos caéis en el error frecuente de quienes limitan el mundo espiritual a las regiones del bien supremo. Los seres extremadamente perversos forman también parte del mundo espiritual. El hombre vulgar, carnal y sensual, no será jamás un gran santo. Ni un gran pecador. En nuestra mayoría, somos simplemente criaturas de barro cotidianas sin comprender el significado profundo de las cosas, y por ésto el bien y el mal son en nosotros idénticos: de ocasión, sin importancia.
—¿Pensáis, pues, que el gran pecador es un asceta, lo mismo que el gran santo?
—Los grandes, tanto en el bien como en el mal, son los que abandonan las copias imperfectas y se dirigen a los originales perfectos. Para mí, no existe la menor duda: los más excelsos, entre los santos, jamás hicieron una "buena acción", en el sentido corriente de la palabra. Por el contrario, existen hombres que han descendido hasta el fondo de los abismos del mal, y que, en toda su vida, no han cometido jamás lo que vosotros llamáis una "mala acción".
Se ausentó un momento de la estancia; Cotgrave se volvió a su amigo y le dio gracias por haberle presentado a Ambrosio.
—Es formidable —dijo—. Jamás había visto un chalado de esta clase.
Ambrosio volvió con una nueva provisión de whiskey y sirvió a los dos hombres con largueza. Criticó con ferocidad la secta de los abstemios, pero se sirvió un vaso de agua. Iba a reanudar su monólogo cuando Cotgrave le atajó:
—Vuestras paradojas son monstruosas. ¿Puede un hombre ser un gran pecador sin haber hecho nunca nada culpable? ¡Vamos, hombre!
—Os equivocáis completamente —dijo Ambrosio—, pues soy incapaz de paradojas: ¡ojalá pudiera hacerlas! He dicho, simplemente, que un hombre puede ser un gran conocedor de vinos de Borgoña sin haber entrado jamás en una taberna. Eso es todo, y ¿no os parece más una perogrullada que una paradoja? Vuestra reacción revela que no tenéis la menor idea de lo que puede ser el pecado. ¡Oh!, naturalmente existe una relación entre el Pecado con mayúscula y los actos considerados como culpables: asesinato, robo, adulterio, etc. Exactamente la misma relación que existe entre el alfabeto y la poesía más genial. Vuestro error es casi universal: os habéis acostumbrado, como todo el mundo, a mirar las cosas a través de unas gafas sociales. Todos pensamos que el hombre que nos hace daño, a nosotros, o a nuestros vecinos, es un hombre malo. Y lo es, desde un punto de vista social. Pero, ¿no podéis comprender que el mal, en su esencia, es una cosa solitaria, una pasión del alma? El asesino corriente, como tal asesino, no es en modo alguno un pecador en el verdadero sentido de la palabra. Es sencillamente una bestia peligrosa de la que debemos librarnos para salvar nuestra piel. Yo lo clasificaría mejor entre las fieras que entre los pecadores.
—Todo esto me parece muy confuso.
—Pues no lo es; el asesino no mata por razones positivas, sino negativas; le falta algo que poseen los no-asesinos. El Mal, por el contrario, es totalmente positivo. Pero positivo en el sentido malo. Y es muy raro. Sin duda hay menos pecadores verdaderos que santos. En cuanto a lo que llamáis criminales, son seres molestos, desde luego, y de los que la sociedad hace bien en guardarse; pero entre sus actos antisociales y el Mal existe un gran abismo, ¡creedme!
Se hacía tarde. El amigo que había llevado a Cotgrave a casa de Ambrosio había sin duda oído esto otras veces. Escuchaba con sonrisa cansada y un poco burlona, pero Cotgrave empezaba a pensar que su "alienado" era tal vez un sabio.
—¿Sabéis que me interesáis enormemente? —dijo—. ¿Opináis, pues, que no comprendemos la verdadera naturaleza del Mal?
—Lo sobreestimamos. O bien lo menospreciamos. Por una parte, llamamos pecado a las infracciones sociales. Es una exageración absurda. Por otra parte, atribuimos una importancia tan enorme al "pecado" que consiste en meter mano a nuestros bienes o a nuestras mujeres, que hemos perdido absolutamente de vista lo que hay de horrible en los verdaderos pecados.
—Entonces, ¿qué es el pecado?— dijo Cotgrave.
—Me veo obligado a responder a su pregunta con otras preguntas. ¿Qué experimentaría si su gato o su perro empezaran a hablarle con voz humana? ¿Y si las flores de su jardín se pusieran a cantar? ¿Y si las piedras del camino aumentaran de volumen ante sus ojos? Pues bien, éstos ejemplos pueden darle una vaga idea de lo que es realmente el pecado.
—Escuchen —dijo el tercer hombre, que hasta entonces había permanecido muy tranquilo—, me parece que los dos están locos de remate. Me marcho a mi casa. He perdido el tranvía y me veré obligado a ir a pie.
Ambrosio y Cotgrave se arrellanaron aún más en sus sillones después de su partida. La luz de los faroles palidecía en la bruma de la madrugada, que helaba los cristales.
—Me asombra usted —dijo Cotgrave—. Jamás había pensado en todo esto. Si es realmente así, hay que volverlo todo del revés. Entonces, según usted, la esencia del pecado sería...
—Querer tomar el cielo por asalto —respondió Ambrosio—. El pecado consiste, en mi opinión, en la voluntad de penetrar de manera prohibida es otra esfera más alta. Esto explica que sea tan raro. En realidad, pocos hombres desean penetrar en otras esferas, mas altas o bajas, y de manera autorizada o prohibida. Hay pocos santos. Y los pecadores, tal como yo los entiendo, son todavía más raros. Y los hombres de genio (que a veces participan de aquellos dos) también escasean mucho... Pero puede ser más difícil convertirse en un gran pecador que en un gran santo.
—¿Porque el pecado es esencialmente naturaleza?
—Bueno. La santidad exige un esfuerzo igualmente grande, pero un esfuerzo que se realiza por caminos que eran antaño naturales. Se trata de volver a encontrar el éxtasis que conoció el hombre antes de la caída. En cambio, el pecado es una tentativa de obtener un éxtasis y un saber que no existen y que jamás han sido dados al hombre, y el que lo intenta se convierte en demonio. Ya le he dicho que el simple asesino no es necesariamente un pecador. Esto es cierto; pero el pecador es a veces un asesino. Pienso en Gilles de Rais, por ejemplo. Considere que, si bien el bien y el mal están igualmente fuera del alcance del hombre contemporáneo, del hombre corriente, social y civilizado, el mal lo está en un sentido mucho más profundo. El santo se esfuerza en recobrar un don que ha perdido; el pecador persigue algo que no ha poseído jamás. En resumidas cuentas, reproduce la Caída.
—¿Es usted católico? —preguntó Cotgrave.
—Sí, soy miembro de la Iglesia anglicana perseguida.
—Entonces, ¿qué me dice de esos textos en que se denomina pecado lo que usted califica de falta sin importancia?
—Advierta, por favor, que en esos textos de mi religión aparece reiteradamente el nombre de "mago", que me parece la palabra clave. Las faltas menores, que se denominan pecados, sólo se llaman así en la medida que el mago perseguido por mi religión está detrás del autor de éstos pequeños delitos. Pues los magos se sirven de las flaquezas humanas resultantes de la vida material y social, como instrumentos para alcanzar su fin infinitamente excecrable. Y permita que le diga esto: nuestros sentidos superiores están tan embotados, estamos hasta tal punto saturados de materialismo, que seguramente no reconoceríamos el verdadero mal si nos tropezáramos con él.
—Pero, ¿es que no sentiríamos, a despecho de todo, un cierto horror, este horror de que se hablaba hace un momento, al invitarme a imaginar unas rosas que rompiesen a cantar?
—Si fuésemos seres naturales, sí. Los niños, algunas mujeres y los animales sienten este horror. Pero, en la mayoría de nosotros, los convencionalismos, la civilización y la educación han embotado y oscurecido la naturaleza. A veces podemos reconocer el mal por el odio que manifiesta al bien y nada más; pero esto es puramente fortuito. En realidad, los Jerarcas del Infierno pasan inadvertidos a nuestro lado.
—¿Piensa que ellos mismos ignoran el mal que encarnan?
—Así lo creo. El verdadero mal, en el hombre, es como la santidad y el genio. Es un éxtasis del alma, algo que rebasa los límites naturales del espíritu, que escapa a la conciencia. Un hombre puede ser infinita y horriblemente malo, sin sospecharlo siquiera. Pero repito; el mal, en el sentido verdadero de la palabra, es muy raro. Creo incluso que cada vez lo es más.
—Procuro seguirlo —dijo Cotgrave—. ¿Cree usted que el Mal verdadero tiene una esencia completamente distinta de lo que solemos llamar el mal?
—Absolutamente. Un pobre tipo excitado por el alcohol vuelve a su casa y mata a patadas a su mujer y a sus hijos. Es un asesino. Gilles de Rais es también un asesino. Pero, ¿advierte usted el abismo que los separa? La palabra es accidentalmente la misma en ambos casos, pero el sentido es totalmente distinto. Cierto que el mismo débil parecido existe entre todos los pecados _sociales_ y los verdaderos pecados espirituales, pero son como la sombra y la realidad. Si usted es un poco teólogo, tiene que comprenderme.
—Le confieso que no he dedicado mucho tiempo a la teología —observó Cotgrave—. Lo lamento; pero, volviendo a nuestro tema, ¿cree usted que el pecado es una cosa oculta, secreta?
—Sí. Es el milagro infernal, como la santidad es el milagro sobrenatural. El verdadero pecado se eleva a un grado tal que no podemos sospechar en absoluto su existencia. Es como la nota más baja del órgano, tan profunda que nadie la oye. A veces hay fallos, recaídas, que conducen al asilo de locos o a desenlaces todavía más horribles. Pero en ningún caso debe confundirlo con la mala acción social. Acuérdese del Apóstol: hablaba del otro lado y hacía una distinción entre las acciones caritativas y la caridad. De la misma manera que uno puede darlo todo a los pobres y, a pesar de ello, carecer de caridad, puede evitar todos los pecados y, sin embargo, ser una criatura del mal.
—¡He aquí una psicología interesante! —dijo Cotgrave—. Pero confieso que me gusta. Supongo que, según usted, el verdadero pecador podría pasar muy bien por un personaje inofensivo, ¿no es así?
—Ciertamente. El verdadero mal no tiene nada que ver con la sociedad. Y tampoco el Bien, desde luego. ¿Cree usted que se sentiría a gusto en compañía de san Pablo? ¿Cree usted que se entendería con Sir Galahad? Lo mismo puede decirse de los pecadores. Si usted encontrase a un verdadero pecador, y reconociese el pecado que hay en él, sin duda se sentiría horrorizado. Pero tal vez no existiría ninguna razón para que aquel hombre le disgustara. Por el contrario, es muy posible que, si lograba olvidar su pecado, encontrase agradable su trato. ¡Y, sin embargo...! ¡No! ¡Nadie puede adivinar cuán terrible es el verdadero Mal...! ¡Si las rosas y los lirios del jardín se pusieran a cantar esta madrugada, si los muebles de esta casa empezaran a desfilar en procesión como en el cuento de Maupassant...!.
—Celebro que vuelva a esta comparación —dijo Cotgrave—, pues quería preguntarle a qué corresponden en la Humanidad, estas proezas imaginarias de las cosas que usted cita. Repito: ¿qué es, pues, el pecado? Quisiera que me diera usted un ejemplo concreto.
Por primera vez, Ambrosio vaciló.
—Ya le he dicho que el verdadero Mal es muy raro. El materialismo de nuestra época, que tanto ha hecho para suprimir la santidad, tal vez ha hecho más aún para suprimir el mal. Encontramos la tierra tan cómoda, que no sentimos deseos de subir ni de bajar. Todo ocurre como si el especialista del Infierno realizase trabajos puramente arqueológicos.
—Sin embargo, tengo entendido que sus investigaciones se han extendido hasta la época actual.
—Veo que está usted realmente interesado. Pues bien, confieso que he reunido, en efecto, algunos documentos que...
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